Después de todo, agradezco a los hombres que no me volvieron a llamar
En estos días, tengo entre dos y tres citas por semana. Puedo relatar con precisión todo buen bar en Los Ángeles (mis recomendaciones: Father’s Office, cerca de Culver City, tiene taburetes increíblemente cómodos, y el Roger Room, cerca de West Hollywood, es una divertida recreación de un bar clandestino de los años 1920).
He jugado al billar americano, tomado té, y bebido demasiados cócteles. Un tipo hasta me llevó a un combate de lucha libre mexicana en el centro de Los Ángeles, después de ganar una apuesta. A la mayoría de los hombres los conozco mediante aplicaciones para citas (me gusta Bumble, aunque uso Tinder de vez en cuando). He tenido el privilegio de salir con muchos hombres listos, talentosos y exitosos. De todo, desde ejecutivos de Wall Street hasta jugadores de póquer profesionales y el poseedor del récord mundial Guinness de la mayor estructura creada con troncos ‘Lincoln Logs’.
Pero uno en particular se destacó para mí.
Nos encontramos un jueves por la noche en el Club Bar del Peninsula Hotel, uno de los lugares más caros de Beverly Hills. Él era guapo y exitoso. Acababa de graduarse en la Universidad de Chicago y trabajaba en Wells Fargo. Era propietario de su casa, tenía un Porsche y ocupó una buena parte de mi cabeza durante un tiempo.
La cita comenzó de manera agradable. Charla casual, lo normal para esas situaciones. Me dijo que cada día, al despertar, lee el Wall Street Journal; le dije que acababa de publicar algo en ese periódico. Y, así, comenzamos a conectar; dos yuppies destinados a estar juntos. O eso pensé yo.
Pese al hecho de que pasamos un par de horas hablando, aunque seguimos con la cita en otro bar, a pesar de que me acompañó hasta la puerta de mi casa y se aseguró de conseguir mi número de teléfono y que me dio un beso de buenas noches, nunca más supe de él. Nada. Ni una palabra. Una vez le envié un mensaje de texto, sacrificando mi orgullo. No tuve respuesta.
Me desesperó. No podía superarlo. No era ‘él’ -quien se desvaneció con el paso del tiempo y las nuevas citas- lo que no podía superar, sino el hecho de que mi juicio hubiera sido tan pobre. ¿Cómo algo de lo cual yo estaba tan segura podía haber salido tan mal?
Quizás él era demasiado joven. Tal vez yo fui demasiado provocadora, demasiado seria, o demasiado judía. Quizás él había conocido a alguien más. Tal vez yo no era ‘la elegida’. Podrían haber sido unas cuantas cosas. Pero, al fin y al cabo, se trataba de un error de percepción, y algo con lo cual yo debía lidiar.
Allí me encontré con una de las verdades más difíciles acerca de las citas: uno no siempre sabe qué tal fue. No siempre se puede estar seguro, y no siempre se puede estar en lo cierto. Como una joven y consumada veinteañera, esta píldora fue difícil de tragar para mí.
En verdad, yo pensaba que las citas eran un tema que podía dominarse, un juego que se podía ganar. Como adquirir una habilidad. Por supuesto, he aprendido una o dos cosas aquí y allá. Siempre llegar antes para obtener una buena ubicación (el ambiente es clave). Usar Uber o Lyft para evitar problemas de estacionamiento. Usar zapatos cómodos en caso de que haya un paseo después.
Pero pese a todos mis consejos y trucos, lo que he aprendido es que en realidad no tengo idea. A veces, él nunca llama, y una nunca sabrá la razón. Se pueden adivinar y asumir muchas cosas, pero, en última instancia, hay momentos donde uno queda en la oscuridad. Y eso es parte del juego.
Nunca supe realmente por qué él nunca llamó. Pero quizás no tengo por qué saberlo. Parte de aceptar una cita es aprender a vivir en el limbo, y parte de madurar es aprender a sentirse cómodo con lo incómodo. Tal vez, en un universo alternativo, él vino corriendo hacia mí y ambos nos dirigimos hacia el atardecer, pero ése es un universo en el cual yo estaría como siempre, segura. No hay nada particularmente esclarecedor acerca de repetir mecánicamente las propias creencias. Si hay algo que he aprendido de mi zambullida en el mundo de las citas en serie es que nada es peor que escuchar un monólogo.
Espero algún día estar fuera del juego de las citas, o ser tomada en brazos de alguien y llevada hacia esa puesta de sol ya mencionada. Diablos, hasta me conformaría con una segunda cita; una devolución de llamada.
Por otra parte, estoy aprendiendo mucho de esta experiencia, y no soy la misma persona que hace tres meses. Hay algo que decir acerca de ser tomado por sorpresa. Usualmente no soy aficionada a las sorpresas, pero cuando se trata de citas, he aprendido a esperar lo inesperado. Y estoy agradecida por ello. Así que, espero que éste sea un mensaje a todos los hombres que no me han devuelto la llamada, que no me invitaron por segunda vez pese a decir que lo harían: gracias.
Gracias por todo el misterio y la confusión; gracias por las lágrimas. Y gracias, especialmente, a ese chico que me capturó de cabo a rabo: probablemente no hubiera funcionado entre nosotros.
La autora es una escritora que reside en Los Ángeles, cuyos trabajos han sido publicados en el Wall Street Journal y Huffington Post. Su sitio web es amandabotfeld.com
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