¿Logrará el COVID-19 cambiar la opinión de los estadounidenses sobre la asistencia social?
Si alguien le hubiera planteado el escenario como una hipótesis hace unos meses -“Tu empresa se verá afectada por una hemorragia de efectivo y deberás recurrir al Tío Sam en busca de fondos de emergencia”-, Jim Brady lo habría desestimado con confianza. “Nunca”, remarcó, “pensé que necesitaría ayuda del gobierno”.
Brady, de 69 años, fundó AToN Center, una instalación de rehabilitación de lujo en las colinas de Encinitas, junto con su esposa, Patricia, hace más de una década. La convirtió en una empresa en auge con casi 70 empleados a tiempo completo y un campus de cinco casas con una piscina de agua salada, un sauna y sábanas de 600 hilos en las habitaciones.
Pero esta primavera, cuando el coronavirus comenzó a trazar su camino mortal en todo el país, Brady decidió dejar de aceptar temporalmente clientes del estado de Washington y el área de la ciudad de Nueva York, dos focos iniciales, y limitó la ocupación a 12, en lugar de 30, para que los pacientes no tuvieran que compartir los baños.
“Retrocedí en alrededor de medio millón de dólares en dos meses”, reconoció. Aunque afrontar los pagos de la nómina lo estaba hundiendo, guardó una profunda lealtad a su personal y deseaba con desesperación evitar recortes o licencias.
Entonces, solicitó un préstamo condonable a través del Programa de Protección de Cheques de Pago, parte de la iniciativa gubernamental para ayudar a las pequeñas empresas a sobrevivir a la pandemia, y recibió poco más de $800.000, que usó para cubrir dos meses de salarios.
Esa decisión -pedir y aceptar fondos federales- lo hizo reflexionar sobre sus puntos de vista en relación a la ayuda del gobierno, comentó Brady, quien se describe a sí mismo como “básicamente republicano”, pero no siempre está de acuerdo con los líderes del partido. Durante años, se sintió frustrado por todo el dinero que le quitaban de su salario; lo sentía, dijo, como si otras personas estuvieran sentadas sin hacer nada y se beneficiaran de sus ganancias. “Estoy en el nivel impositivo superior”, indicó. “No me gustaba que me quitaran todo ese dinero”.
Pero ahora que ha visto el efecto dominó positivo de haber recibido el préstamo -cómo lo ayudó a él, a sus parientes, a sus empleados y a las familias de estos- sus puntos de vista sobre la asistencia del gobierno han comenzado a evolucionar. “Ahora pienso muy diferente... Esta vez tomé una tajada del pastel”.
A medida que la pandemia avanza hacia sus seis meses y una cohorte en expansión de estadounidenses se beneficia personalmente de su porción del proyecto de estímulo gubernamental, de $2.2 billones, algunos científicos políticos, historiadores y expertos creen que la era del COVID-19 podría cambiar el discurso nacional sobre el rol que la gente en EE.UU quiere que el gobierno juegue en sus vidas. En última instancia, ello podría derivar en una red de seguridad social ampliada, que se asemeje más a las de otras naciones ricas.
“El COVID es una experiencia potencialmente transformadora”, expuso Martin Gilens, presidente del Departamento de Políticas Públicas de la Escuela de Asuntos Públicos Luskin, de UCLA. “Si hay un reconocimiento más amplio de los fracasos de nuestro gobierno, entonces tal vez eso se extienda a cómo lidiamos con la desigualdad y la pobreza, y podríamos tener algo un poco más parecido a un estado de bienestar europeo”.
Si bien una ampliación tan drástica de la red de seguridad puede parecer descabellada -y el alcance y el poder duradero de cualquier expansión aún están por verse- las crisis de salud, económicas y de desigualdad que actualmente afectan a EE.UU podrían ser las más importantes desde dos anteriores eras de profunda transformación en el país: las décadas de 1930 y 1960.
Cuando las ciudades cerraron y la economía comenzó su devastador declive, en marzo pasado, el presidente Trump promulgó la ley de un paquete de ayuda temporal que aumentó los fondos para Medicaid, amplió la elegibilidad para cupones de alimentos y ordenó licencias pagadas para algunos estadounidenses que necesitaban tomarse un tiempo libre debido al virus.
Más adelante en ese mismo mes, firmó un proyecto de ley de estímulo de emergencia mucho más grande, conocido como la Ley CARES, que creó el programa de préstamos para pequeñas empresas, aprobó cheques sin compromiso de hasta $1.200 para millones de estadounidenses y agregó un monto temporal de $600 por persona como aumento semanal de los beneficios federales por desempleo.
Aún así, el desempleo se disparó y el producto interno bruto de la nación se redujo a un nivel nunca visto desde la Gran Depresión. Posteriormente, a fines del mes pasado, el subsidio de $600 a la semana caducó; Washington todavía está disputando su reposición.
La evidencia sugiere que una amplia franja de estadounidenses está contenta con el papel reforzado del gobierno en sus vidas. Una encuesta reciente encontró que una gran mayoría de adultos apoyaba las órdenes de quedarse en casa, y cuatro de cada cinco encuestados expresaron su aprobación al proyecto de ley de estímulo de emergencia. La mayoría de los consultados también dijo que el próximo proyecto de ley de emergencia debería priorizar la entrega de dinero a las personas y familias por sobre las empresas o los gobiernos locales.
Pero las opiniones sobre el tema sin duda volverán a cambiar cuando la economía mejore, advirtió Gilens, quien escribió “Why Americans Hate Welfare: Race, Media, and the Politics of Antipoverty Policy” (Por qué los estadounidenses odian el bienestar social: raza, medios de comunicación y la política contra la pobreza). “En tiempos difíciles”, dijo, “el público siempre se muestra más comprensivo con los gastos para ayudar a los pobres”.
Durante el último siglo, el tamaño de la red de seguridad social estadounidense, como la de muchas naciones, evolucionó drásticamente. Cuando la pandemia de gripe de 1918 mató a cientos de miles de estadounidenses, el país no tenía una red de seguridad federal moderna, dependía, en cambio, de una serie de programas e iglesias locales para alimentar y albergar a los necesitados.
Como parte de las reformas del New Deal (nuevo acuerdo) durante la Gran Depresión, el presidente Franklin Roosevelt firmó la Ley del Seguro Social de 1935, que creó beneficios de vejez para los trabajadores jubilados, estableció un seguro de desempleo y creó el programa que finalmente se renombró como ‘Ayuda para familias con hijos dependientes’.
Pero, tal como se redactó, la ley excluía el trabajo agrícola y doméstico, algunos de los principales puestos ocupados por las personas negras en ese momento. “La discriminación siempre ha impregnado el bienestar social en Estados Unidos”, enfatizó Alma Carten, profesora asociada jubilada de NYU, quien ha escrito extensamente sobre cómo el racismo hacia los negros moldeó el marco de la red de seguridad social estadounidense y aún da forma a las percepciones de éste en la actualidad.
La asistencia pública en Estados Unidos se divide en dos niveles, comentó Carten. Están los programas de seguro social, como el de desempleo y la Seguridad Social, a los que los trabajadores contribuyen o sus empleadores pagan, y los programas de medios económicos, como los cupones de alimentos. Y la última categoría, dijo Carten, está más estigmatizada y “considerada un subsidio”, una distinción arraigada en el racismo y en el espíritu capitalista de trabajar duro para lograr cualquier cosa de nuestra nación, señaló. “A los estadounidenses les gusta trabajar por su dinero. No les agrada sentir que les dan algo a cambio de nada”.
Pero analizar qué es justo y quién merece qué, es subjetivo. Ese mismo margen de maniobra ayudó a sentar las bases para visiones arraigadas, racialmente estereotipadas y, a menudo, inexactas sobre quién se beneficia más de la ayuda del gobierno, una visión que se afianzó en la década de 1960, destacó Gilens, cuando la cobertura de la pobreza en los medios de noticias pasó de los blancos en las zonas rurales de los Apalaches, a los negros en los barrios marginales de las ciudades.
A fines de la década de 1970, cuando Ronald Reagan se postulaba para la presidencia, ya no eran casi exclusivamente mujeres blancas las que se beneficiaban del programa Ayuda para Familias con Niños Dependientes, dijo Carten, sino también algunas madres negras solteras. En la campaña electoral, Reagan relató ante las multitudes una anécdota sobre una “mujer en Chicago” -una mujer negra, asumieron muchos de sus oyentes- que tenía 80 nombres, 12 tarjetas del Seguro Social y cuatro maridos falsos muertos con beneficios de veteranos. En poco tiempo, la historia profundamente exagerada de la mujer anónima se había solidificado en el tropo racista de la “Reina del bienestar social”.
Durante su segundo mandato, Reagan firmó una ley que endureció los requisitos de elegibilidad para el programa Ayuda para Familias con Niños Dependientes. Pero fue el ex presidente Clinton, que prometió “poner fin al bienestar tal como lo conocemos”, quien se deshizo del programa por completo en 1996 y lo reemplazó por uno mucho más restrictivo, que puso un límite vitalicio de cinco años a tales asistencias.
Catorce años después, Obama promulgó la Ley de Cuidados de Salud Asequible, la expansión más amplia de la cobertura de salud subsidiada en décadas, que, aunque fue profundamente polarizante en ese momento, desde entonces ganó el apoyo de la mayoría de los estadounidenses.
“La política de bienestar social estadounidense es complicada”, enfatizó Carten. “Hacemos una distinción entre las personas que son ‘dignas’ y las que son ‘indignas’”.
Durante la presidencia de Trump -un firme defensor de la reforma de la asistencia social- los funcionarios federales anunciaron el año pasado un plan para reforzar la elegibilidad para cupones de alimentos de los adultos sin dependientes, una medida que podía recortar beneficios para casi 700.000 estadounidenses. Inicialmente, la administración tenía intención de seguir adelante con el plan incluso durante la pandemia, pero finalmente decidió posponerlo después de perder una impugnación judicial, a mediados de marzo.
Dos semanas después, con la economía en caída libre, Trump firmó la Ley CARES, que incluía el subsidio de desempleo de $600 por semana.
Esa disposición se convirtió en un salvavidas para Michail Sklansky. Antes de la pandemia, Sklansky ganaba $22 la hora en el departamento editorial de la Filarmónica de Los Ángeles. Era un empleo a tiempo parcial, lo cual significaba que no tenía cobertura médica, pero se sentía agradecido de haber encontrado un trabajo satisfactorio compilando libros de programas para espectáculos en el Walt Disney Concert Hall y el Hollywood Bowl después de que la compañía discográfica en la que había trabajado durante años fuera adquirida por nuevos capitales.
Pero en abril, con los espectáculos en pausa, lo despidieron.
Sklansky habla media docena de idiomas y tiene un amplio conjunto de habilidades, pero a los 62 años aprendió lo que se siente ser ignorado para empleos para los que está calificado, y eso fue antes de la pandemia. Entonces se inscribió en el desempleo y continuó su búsqueda de trabajo. Actualizó su currículum y perfil de LinkedIn, investigó consejos para entrevistas laborales y presentó docenas de solicitudes para trabajos administrativos, así como para licencias de cine y TV.
Cuando presentaba una solicitud en línea notó que algunas veces podía ver cuántas otras personas ya se habían postulado para el mismo trabajo. En un caso, había más de 500. Hasta ahora, no ha recibido una sola llamada de seguimiento.
En una tarde reciente, el día en que caducó el subsidio federal de $600, Sklansky estaba escuchando las noticias religiosamente, esperando enterarse de la extensión del financiamiento. Si eso no llegaba pronto, dijo, planeaba comenzar a hacer entregas para Ralphs o Instacart. “Es desesperante”.
Solo en California se han otorgado más de $68 mil millones en préstamos a unas 580.000 empresas, una lista de múltiples industrias, que incluye corporaciones de limusinas, dos docenas de empresas con “lujo” en su nombre y más de 1.000 consultorios de dentistas. En algún lugar en el medio del listado, en la sección de empresas que obtuvieron al menos $350.000 pero menos de $1 millón, hay un grupo de expertos con sede en Santa Ana: el Instituto Ayn Rand. En un mensaje en video publicado en el sitio web de la organización sin fines de lucro, el presidente del instituto, que aboga por “terminar con el estado de bienestar”, defendió la decisión de aceptar el préstamo federal comparándolo con una víctima de robo que acepta un pago de restitución. “Si el gobierno ofrece devolver parte del dinero que nos quitaron por la fuerza”, afirma, “cada uno de nosotros tiene derecho a reclamar parte de lo que nos han quitado”.
Otra buena parte de los préstamos fue destinada a la industria agrícola de California. Al comienzo de la pandemia, Matthew Efird, un agricultor de quinta generación que cultiva almendras, melocotones, pasas y pistachos en una granja al sur de Fresno, monitoreaba cuidadosamente sus ganancias decrecientes. La desaceleración de las ventas a restaurantes cerrados y el impacto continuo de los aranceles comerciales de represalia, que China impuso a muchos productos estadounidenses, incluidas las almendras, creó lo que Efird llama “una tormenta perfecta”.
Sus empresas, Double E Farms y Efird Ag Enterprises, solicitaron y recibieron préstamos en la categoría más pequeña, menos de $150.000, comentó Efird, y agregó que aunque él y su esposa recibieron cheques de estímulo, decidieron donarlos a organizaciones sin fines de lucro.
En el pasado, agregó, obtuvo subvenciones estatales y federales a través de programas de reemplazo de equipos agrícolas y eficiencia de riego, ninguno de los cuales consideró como una limosna. “Creo que eso es completamente diferente al bienestar tradicional”, dijo. “Contribuimos a estos programas con el pago de nuestros impuestos”.
Según la forma en que se redactó la Ley CARES, no todos se beneficiarán de ella, al menos no por igual, advirtió la profesora de derecho de UCI Mehrsa Baradaran, quien recientemente escribió un artículo para The Atlantic, argumentando que Estados Unidos tiene una obsesión desde hace mucho tiempo por mantener alejada la ayuda de aquellas personas a quienes considera indignas.
Por ejemplo, remarcó, el gobierno incluyó restricciones destinadas a prohibir que los propietarios de clubes de striptease y algunas personas con antecedentes penales reciban préstamos para pequeñas empresas (sin embargo, ninguna de las restricciones demostró ser plenamente aplicable después de que los propietarios de negocios y grupos de derechos civiles demandaron al gobierno).
Las exenciones son hipócritas, destacó Baradaran, especialmente cuando se comparan con los rescates de corporaciones como Boeing o grandes bancos, a pesar de sus malas acciones del pasado. “Quiero decir, hablando de delitos graves, ¿no?”, comentó. “Los bancos han cometido delitos de vileza moral y difícilmente se les priva de beneficios”.
De regreso en AToN, las instalaciones de Brady en Encinitas, la vida volvió lentamente a algo un poco más cercano a la normalidad prepandémica. Debido a que el centro de rehabilitación ahora obtiene resultados de la prueba de COVID-19 en dos o tres días, puede admitir con confianza a nuevos pacientes, sabiendo que no tienen el virus. Todavía no trabajan a su capacidad habitual, señaló Brady, pero en un día laborable reciente volvieron a tener 18 personas.
En un momento, durante lo peor, relató, la cifra se había reducido a dos pacientes, y su equipo de psicólogos, consejeros y enfermeras registradas las 24 horas comenzaron a ordenar los gabinetes para mantenerse ocupados.
Brady estaba desesperado por conservar su equipo clínico central, algunos de los cuales habían trabajado para él durante ocho años. En una industria que a veces atrae malos empleados, puede ser difícil hallar trabajadores capacitados y éticos, destacó Brady, quien forma parte de la junta de Addiction Treatment Advocacy Coalition. “Dios, no puedo permitirme perder a esta gente”, pensó.
Ahora se siente profundamente afortunado de no haber tenido que despedir a nadie, incluso si eso significó pedir ayuda al gobierno. “Nunca pensé que la necesitaría”, dijo, e hizo una pausa por unos segundos, “pero realmente así fue”.
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