Estaban preparados para las llamas, pero el fuego avanzó demasiado rápido
LAKE BERRYESSA, Calif. — Hace una semana, Mary Hintemeyer se paró en el bosque de robles que rodeaba su casa en el norte de California y miró hacia el lugar donde ardían las llamas, a unas colinas de distancia, sin estar segura de si representaba una amenaza.
Normalmente, no hay señal de teléfono celular en estas colinas resecas que forman la cuenca del lago Berryessa, un embalse que corre 15 millas por las Montañas Vaca, del condado de Napa. Pero esa noche, pudo comunicarse con su hijo mayor, Robert McNeal, que vive a unas 13 millas, en la ciudad más cercana, Winters. Él le dijo que se marchara de allí.
Mientras hablaban, se volvió hacia la casa móvil donde vivía con su novio discapacitado, Leo McDermott, y el hijo de éste, Thomas. Detrás de él, en la cresta de la colina que se alzaba, vio humo: otro fuego que salía del cercano Cañón Wragg, que creía contenido.
“Ella dijo: ‘Dios mío, viene por el otro lado hacia mí’”, relató McNeal, recordando la última conversación con su madre. “‘Tengo que irme de aquí’”.
En las siguientes horas, el incendio de Markley y las llamas del cañón convergieron cerca de su casa, relató McNeal, y eventualmente se convirtió en parte del LNU Lightning Complex, ahora conocido como un megaincendio y uno de los más grandes en la historia de California.
Hasta este martes, el fuego había quemado 356.000 acres y estaba contenido en un 27%, según el Departamento de Silvicultura y Protección contra Incendios de California, parte de unos 1.4 millones de acres de tierra consumidos en los últimos días.
Al igual que la pandemia, los incendios forestales son especialmente duros para las poblaciones vulnerables: los adultos mayores como Hintemeyer, que tenía 70 años, y los discapacitados, como Leo McDermott.
Si bien los incendios masivos de California han causado siete muertes hasta ahora, tales fuegos a menudo se aprovechan de los más frágiles y menos móviles, e incluso los focos de movimiento levemente más lento pueden terminar en tragedia para los hogares en las zonas de alto riesgo de incendio del estado. Ya desde 2008, cuando el fuego devastó el condado de San Diego, el estado ha luchado por informar y proteger a sus residentes más susceptibles, algunos de los cuales carecen de acceso fácil al servicio de telefonía celular o internet.
“El hecho de que no tengamos los recursos es desgarrador”, remarcó la hija menor de Hintemeyer, Rachel Gardner, una especialista en vivienda para el estado, que trabajó con las víctimas del Camp Fire durante siete meses. “Especialmente estando enterados de cómo es California, sabiendo que somos propensos a esto”.
Hintemeyer era “definitivamente una chica de ciudad”, y nueva en la vida del campo, señaló Gardner. A los 17 años se mudó de Baltimore al sur de California, embarazada de su primer hijo. En el lapso de cinco años tuvo dos niñas más y poco después, en la década de 1970, se encontró viviendo como madre soltera en Vallejo.
A veces, dijo McNeal, el dinero era tan escaso que ella limpiaba casas como segundo trabajo, aunque su empleo principal entonces era llevar adelante el centro de quejas en el periódico Vallejo Times-Herald, donde recibía llamadas de suscriptores descontentos.
También tenía un lado más salvaje: era bailarina de danzas árabes en sus horas libres, confeccionaba sus propios atuendos y actuaba con serpientes y espadas. Una vez, bailó en un desfile local y McNeal llevó la pancarta de su compañía.
Cuando McNeal se hizo mayor, la racha aventurera de su madre los llevó a ambos a trabajar en seguridad en los eventos del promotor de conciertos Bill Graham Presents, incluidos espectáculos para bandas como Pearl Jam y Too $hort. Cuando su nieta, Micheala Sánchez, tenía unos cuatro años, apodó a Hintemeyer como la “abuela rosada” porque la mujer se había teñido el cabello de rojo brillante. Fue un apodo que permaneció entre sus casi dos docenas de nietos y en una tercera generación, aunque su pelo finalmente volvió a ser rubio.
Mientras celebraba el cumpleaños número 21 de la hija de Gardner, Crystal, en uno de los pocos bares en Winters, Hintemeyer conoció a McDermott cuando las mujeres salieron a fumar justo donde él estaba sentado en la puerta trasera de un camión.
Un personaje muy conocido en la pequeña comunidad, era el típico “chico malo” que montaba motocicletas Harley-Davidson y había vivido de la tierra desde que compró 43 acres en 1978, relató Gardner. Era un lugar densamente boscoso con un camino de tierra tan empinado como una pista de esquí, y McDermott se negaba a construir una casa allí porque hacerlo habría aumentado sus impuestos a la propiedad. Consideraba una extralimitación del gobierno que no pagaría, aunque había ganado una buena suma de dinero con un invento que le permitía reparar el cigüeñal de un motor sin sacarlo del vehículo, un servicio muy solicitado para los equipos de agricultura y autos de carrera, explicó McNeal.
Hintemeyer y McDermott fueron inseparables desde el día en que se conocieron, contaron sus hijos. Luego, ya entrados en sus 60 años, McDermott comenzó a caminar con un bastón y había dejado atrás gran parte de sus modos más salvajes. Hintemeyer pronto se mudó a su escondite en la montaña, y se complacía en deleitar a sus hijos con sus logros, como un floreciente jardín lleno de tomates y fresas. En Navidad, McDermott se disfrazaba de Santa para los niños.
Pero McDermott pronto fue diagnosticado con una enfermedad autoinmune que convirtió sus músculos en gelatina. Primero, perdió el uso de sus piernas y necesitó de una silla de ruedas. Poco después perdió la función en la mitad inferior de su cuerpo, y debía confiar en Hintemeyer para las tareas cotidianas. Más recientemente, sus manos habían comenzado a debilitarse, por lo cual apenas podía sostener un tenedor. Pero él era un “rebelde” y se negaba a mudarse a la ciudad, aunque la carga de cuidarlo era cada vez más difícil para Hintemeyer, reconoció McNeal.
McNeal comentó que su madre, que era religiosa, comenzó a orar pidiendo ayuda. Creía que Tom, el hijo de McDermott, sería la respuesta a esa petición. Tom había desaparecido después de chocar el auto de su padre cuando tenía 16, casi 30 años antes. Hace unos dos años, regresó a la propiedad, comentó McNeal.
Aunque apenas habló durante los primeros años, según McNeal, Tom McDermott había estado en un accidente automovilístico y, cuando se despertó en el hospital, podía recordar poco excepto la dirección de su padre. Con una muñeca tan rota que finalmente se curó en forma de gancho, huyó del sanatorio y se dirigió a casa, donde se convirtió en el tercer integrante de un trío que rara vez abandonaba la propiedad debido a la salud de McDermott.
Lo que sucedió en las últimas horas antes de que el fuego matara a Hintemeyer y los McDermott es una conjetura dolorosa para McNeal y su familia.
Algunas cosas saben con certeza. A primera hora de la tarde, Hintemeyer había intentado conducir hasta la ciudad en busca de suministros. Pero las órdenes de evacuación ya estaban en vigor y un ayudante del sheriff le dijo que si atravesaba la barricada, no podría regresar. Hintemeyer volvió sobre sus pasos.
“La conclusión es que ella los amaba”, expuso Gardner. “Si no hubieran levantado barrera y ella se hubiera ido, no habría podido vivir con lo sucedido”.
McNeal también sabe que habían empacado su camioneta para marcharse de allí, y hasta incluyeron regalos para un nieto cuyo cumpleaños se acercaba. Pero después de que su madre colgara su llamada, algo les impidió salir. McNeal cree que el fuego avanzó demasiado rápido.
En cambio, los tres pudieron haber intentado llegar a un búnker contra incendios que McDermott había construido en la ladera de la montaña: un espacio de ocho pies, con una puerta contra incendios reforzada que había sido reemplazada recientemente y con aislamiento en sus lados.
El martes, todo lo que quedaba de ese búnker eran paredes de tierra y el esqueleto metálico de la silla de ruedas de McDermott tumbado, cerca de la entrada. En el espacio destinado a proporcionar un refugio seguro, una rejilla de metal se había derretido por el calor, derramando docenas de latas de comida ennegrecidas y botellas verdes derretidas, aún humeantes. Por encima de él, en la ladera, los robles se erguían como centinelas, con sus copas totalmente quemadas.
No se sabe si ellos llegaron al refugio o no.
Para Gardner, que escuchó tantas historias similares durante el tiempo que trabajó con los sobrevivientes del incendio de Camp, hay frustración y dolor. Ella y su hermano creen que el búnker contra incendios y un camión cisterna conectado a un pozo le dieron a su familia una falsa sensación de seguridad. Pero remarca que es importante tener claro que no se puede predecir un incendio, y que no vale la pena correr el riesgo de las consecuencias de equivocarse. “Nunca tendremos todas las respuestas. Estoy segura de que Leo estaba sentado allí, diciéndoles a mi madre y a su hijo que lo sentía mucho, mi mamá seguramente estaba rezando”, agregó. “No puedo enfatizarlo lo suficiente: cuando alguien le dice que evacúe, hágalo”.
Para leer esta nota en inglés haga clic aquí
Suscríbase al Kiosco Digital
Encuentre noticias sobre su comunidad, entretenimiento, eventos locales y todo lo que desea saber del mundo del deporte y de sus equipos preferidos.
Ocasionalmente, puede recibir contenido promocional del Los Angeles Times en Español.