Columna: No sea ‘pandejo’, tómese en serio la pandemia
Es una fábula de Edgar Allan Poe, o extraída de “The Twilight Zone”. Mientras el coronavirus avanzaba, un latino se burlaba de la pandemia. Esta persona no pensaba que la cuestión fuera real, o creía que era solo un poco peor que un resfriado. No le importaba que el COVID-19 hubiera afectado a los latinos como a pocos otros grupos étnicos. La enfermedad no afectaba a los escépticos, por lo cual seguían sus vidas sin preocupaciones. Desafiantes, incluso con orgullo. Hasta que se contagiaron.
Para expiar sus pecados, el latino -ahora enfermo- brindó testimonio a cualquiera que pudiera escucharlo, para que no cometan sus mismos errores. Usen mascarilla, por favor. Respeten la distancia social, quédense en su casa, tomen el coronavirus en serio. Porque, básicamente, para el protagonista de esta triste historia, ya era demasiado tarde.
Sucedió en junio, cuando Tommy Macías, de Lake Elsinore, publicó en Facebook un día antes de morir por COVID-19 que había contraído la enfermedad en una barbacoa a la cual no debería haber asistido. También ocurrió a principios de noviembre, cuando Alexa Aragonez y 14 de sus familiares en Texas contrajeron el virus después de una fiesta, y luego emitieron una nota mientras estaban intubados en una unidad de cuidados intensivos (UCI, por sus siglas en inglés).
A fines de noviembre volvió a suceder, cuando el comediante Joe Luna, que creció en el este de Los Ángeles y Fontana y se hacía llamar Joe ‘El Cholo’, afirmó por Instagram que “esta [cuestión] del COVID no es una broma”, una semana antes de sucumbir a ella en Palmdale.
Y ocurrirá de nuevo. Sucederá hasta que nosotros, como lo hicieron valientemente estas tres personas durante sus luchas contra la temida enfermedad, empecemos a desafiar el comportamiento de “pandejo” que muestran algunos.
¿Nunca oyó hablar del término? Se acuñó recientemente; una palabra compuesta de “pandemia” y “pendejo”, el término que usan los mexicanos para referirse a un tonto. Pandejo es un vocablo poco amable —pero tristemente preciso— para describir a los “covidiotas” latinos que se burlan con orgullo de los protocolos para combatir el coronavirus.
Hay escépticos del virus de todas las etnias, por supuesto. Pero reservo una ira especial para los latinos. Nosotros, de todos los grupos, deberíamos tenerlo más en claro. Somos aproximadamente el 39% de la población de California, pero el 59% de todos los casos de COVID-19 y el 49% de todas las muertes relacionadas con ella.
La California Health Care Foundation, una organización sin fines de lucro, informó en septiembre pasado que el 29% de los latinos en el estado conocen a alguien que murió de COVID-19, en comparación con el 19% de la población total.
Conocemos las razones: una sobrerrepresentación en los puestos de la clase trabajadora que nos exponen a diario. Disparidades de salud preexistentes, condiciones de vida en hacinamiento, nuestro amor por la familia. Los funcionarios de salud pública y los medios de comunicación lo han transmitido una y otra vez.
El número de víctimas del coronavirus en los latinos no solo no ha cambiado; es peor. Sin embargo, la raza en mi vecindario nunca dejó de instalar casas inflables en sus patios delanteros durante el día y carpas para festejar por la noche. Mis primos hicieron una caravana de Anaheim a Los Ángeles para celebrar los campeonatos tanto de los Dodgers como de los Lakers. Alguien que conozco, a quien le gusta posar con mucho glamour en Instagram con su mascarilla puesta, apareció sin embargo en una boda este verano como parte de un grupo de damas de honor y padrinos -todos sin cubrebocas- del tamaño de una procesión real. ¡Malditos todos por actuar como “pandejos”!
Nada mejorará hasta que manejemos este tema. Pero, ¿cuál es la mejor forma de hacerlo?
Estoy a favor del enfoque de Azucena Rasilla, una periodista de Oakland. Durante el día, publica historias reflexivas sobre las desigualdades del coronavirus en East Bay. Por la noche, critica a sus amigos en las historias de Instagram, por salir de fiesta y a cenar, hasta el punto de llamarlos egoístas.
La cruzada es personal para ella. Su hermano contrajo COVID-19 y un tío en México murió a causa de la enfermedad. “Se supone que eres mi amigo. Sabes lo que he informado y lo que le sucedió a mi familia”, comentó Rasilla. “¿¡Y no te importa!? Es tan desconcertante. Pero además es repugnante. Es preciso que la gente se enferme para que todos se den cuenta de la gravedad de esto. ¿Quieren llegar a ese punto?”.
Más juicioso es Alexandro José Gradilla. El profesor de estudios chicanos de Cal State Fullerton ha participado en debates en Facebook y por correo electrónico con estudiantes, en su mayoría latinos y de clase trabajadora, que insisten en que el coronavirus no existe.
En lugar de hacer llover insultos, como Rasilla o como yo, él insta a la empatía. “Nada ha cambiado realmente para ellos”, comentó el docente. “No han dejado de trabajar, así que aún les queda el fin de semana. Y piensan: ‘Trabajé hasta el cansancio. Quiero relajarme el domingo con amigos. ¿Quién me va a decir lo contrario?’. No es una actitud romántica de descuido, a la Morrissey o James Dean, contra el mundo. Es gente tratando de sobrevivir”.
El profesor compara el coronavirus con los primeros años de la crisis del sida, resultado de otro virus que afectó de forma desproporcionada a las minorías. “Los trabajadores de salud pública eventualmente se dieron cuenta de que decirle a la gente que no tenga relaciones sexuales es poco realista”, remarcó. “Entonces empezaron a ir a clubes y saunas públicos con condones en una mano y literatura informativa en la otra. Así que hoy, deberíamos encontrarnos con los latinos allí donde vayan, aceptar el hecho de que especialmente los jóvenes se van a reunir socialmente”.
“Minimizaría ese mensaje de Trump-QAnon”, dijo Gradilla, “porque afirma que la policía y [el gobernador Gavin] Newsom vendrán a buscarnos. Pero imaginemos en cambio un mensaje al estilo: ‘¡Adelante, tómate una copa! Aquí hay trabajadores de salud pública’. Sería radical”.
Entre las posturas de Rasilla y Gradilla está Alexis Pérez Nava, un organizador principal de la Alianza de Trabajadores Inmigrantes de Koreatown. Pérez se mudó de regreso a Santa Ana este otoño después de pasar un par de años en Los Ángeles, y se sorprendió de que la gente de su ciudad natal, gravemente afectada por el coronavirus, no se tomara la pandemia en serio, incluida su propia familia.
“Algunas personas dicen: ‘Que sea lo que Dios quiera’, o ‘No me va a ocurrir’”, comentó el hombre de 32 años. “O, ‘No es gran cosa. Sobreviví a mucho en mi vida y el COVID no va a acabar conmigo’”.
Hace un par de semanas, su familia organizó una fiesta en la cual, admitió, sus parientes “realmente no siguieron las pautas [contra el coronavirus]”. Asistieron diez personas. Nava y otros dos contrajeron COVID-19 y ahora se están recuperando.
Él cree que se debe criticar a los ‘pandejos’, pero de una manera tal que los haga “comprender que nosotros [los latinos] podemos cuidarnos unos a otros y salir adelante juntos en cualquier cosa, porque lo hemos hecho antes”. Ya está notando que más personas en Santa Ana usan mascarilla a medida que la transmisión del virus empeora, “incluido ese señor que simplemente pasa un rato en el jardín delantero, a solas, para relajarse”.
Eso es un buen comienzo. Hacer pasar vergüenza a la gente no es la herramienta más eficaz para alejarlos de un mal hábito. Pero, de nuevo, escuché ecos de tres fiestas distintas el fin de semana pasado cerca de mi casa, con música de banda, mariachi y conjunto norteño.
No quise llamar a la policía, pero debería haber pasado con mi vehículo, megáfono en mano, y gritarles: “¡Pandejos!”.
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