Vuelve lo siniestro en otra novela de Samanta Schweblin
CIUDAD DE MÉXICO — Parece inverosímil. ¿Sentirse amenazado por un osito panda? El cuerpo de peluche, los ojos bien abiertos, el curioso andar de sus rueditas mientras te sigue a todas partes como la más leal de las mascotas. Sería el muñeco perfecto de no ser porque no es un muñeco, sino un “kentuki”: un robot de moda con cámara y micrófono para que un desconocido espíe tu vida de manera remota desde que decidas abrirle la puerta.
En “Kentukis”, su segunda novela, la escritora argentina Samanta Schweblin desarrolla situaciones perversas en las que algo cercano y familiar se vuelve tan amenazante como para dejar a sus lectores con las rodillas tambaleantes.
La autora dice que para su literatura elige lo que despierta su atención en lo cotidiano. Lo siniestro, explica en entrevista con AP, le atrae “por su ruido, por la arbitrariedad con la que, como sociedad, construimos los límites entre lo que es real y lo que no lo es, lo que es normal y lo que no lo es, lo que es aceptable y lo que no lo es”.
Cada kentuki cuesta 279 dólares y se vende en tiendas de autoservicio como cualquier producto electrónico codiciado. Además de pandas, hay topos, conejos, cuervos y dragones. Su funcionamiento depende de dos individuos: el que lo compra y lo lleva a casa como un animal de compañía y el que elige “ser” kentuki, es decir, una persona que compra una tarjeta de la misma marca para conectarse remotamente a la cámara tras los ojos de la criatura y operarla para observar la vida privada de alguien más. El coctel de abuso y voyeurismo que se desencadena nutre la narrativa y mantiene la lectura entre el desconcierto y el horror.
Schweblin ha dicho que la idea de “Kentukis” surgió mientras le daba vueltas al funcionamiento de los drones, a su modo de revelar una intimidad oculta desde otras perspectivas. El nombre de sus creaciones se le ocurrió casi por azar, mientras pensaba en algo que remitiera a sus lectores a un producto popular, estrafalario, y a una marca simple pero conocida.
Con poco más de doscientas páginas y una decena de protagonistas, “Kentukis” es un libro coral. Robin es una adolescente chantajeada por un oso que le exige dinero a cambio de no publicar imágenes de ella con los pechos al aire. Alina es la pareja de un escritor y desquita sus frustraciones con un cuervo en México. Emilia, desde Perú, es una mujer sola que se encariña con la dueña del conejo que le presta sus ojos en Alemania sin imaginar los riesgos de vulnerarse así.
Por su estructura, un sutil coqueteo entre el cuento y la novela, Schweblin deja algunas historias inconclusas. Sin embargo, sus vacíos no defraudan la lectura sino que crean puntos de tensión que hacen de cada relato algo inquietante y difícil de olvidar. Dice que no podría explicar cómo se logra “esa tensión entre las palabras del que escribe y todo lo que el lector nombra en silencio, para sí mismo”, pero tiene claro que el vínculo entre su pluma y quien da vuelta a la página es lo que mantiene sus textos en movimiento: al escribir ella abre una puerta que se cierra en la cabeza de cada lector.
De inicio podría pensarse que la novela se enfoca en los riesgos de la globalización y la tecnología, pero en una capa más profunda “Kentukis” explora lo humano. En la trama no hay oso que se vuelva invasivo, violento o chantajista por sí mismo, sino por la carne y hueso que hay detrás de cada peluche mirón. Entonces, podría pensarse, no es la tecnología en sí misma, sino el modo de utilizarla y relacionarse con ella lo que la vuelve peligrosa.
Si bien esta es la primera vez que la escritora nacida en Buenos Aires en 1978 explora el terreno de la ciencia ficción, no es la primera vez que presenta una prosa que cimbra con desasosiego. En su antología “Pájaros en la boca” (2009), uno de sus cuentos más memorables se centra en el conflicto de un padre que no acepta la idea de que su hija se alimenta de aves vivas. En “Distancia de rescate” (2014), esa primera novela que la llevó a ser finalista del Premio Man Booker International, la protagonista es una mujer que agoniza en el hospital y a través de una conversación que por instantes parece alucinatoria, la voz de un niño misterioso sirve para recontar su pasado.
Contrario a lo que podría asumirse, lo que Samanta Schweblin aborda en sus libros no la inquieta durante el proceso de escritura, sino que le sirve para confrontar lo que se topa en lo cotidiano.
“Cuando algo me angustia, o me preocupa, o no termino de entenderlo, entonces necesito la ficción para desarmarlo... para probarme a mí misma frente a eso que me inmoviliza o me domina”, dice desde Berlín, donde reside.
Mientras teje sus tramas le abruman otras cosas, como trabajar con ciudades y culturas que no conoce a fondo y dar verosimilitud a sus relatos.
Es casi paradójico que perfeccionar esa credibilidad, esa posibilidad tan viva y tan latente de que este mundo conciba a un panda robótico que pueda chantajearnos con revelar nuestros secretos más ocultos sea lo que logre sosegar sus angustias mientras sus lectores deben hallar algún modo de huir de esas zonas oscuras que los lleva a recorrer.
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