En Puerto Rico, el escándalo reavivó en las víctimas los peores recuerdos del huracán María
CAROLINA, Puerto Rico — Todas las noches, durante una semana después del huracán María, David Adames se sentaba en la oscuridad dentro de su funeraria, aquí, en las afueras de San Juan, en caso de que otra familia lo necesitara.
El embalsamador, de 46 años, había publicado su número de teléfono celular en un letrero, cerca de la puerta de entrada, con el permiso de llamarlo a cualquier hora. Pero el huracán de categoría 4 había destruido el servicio de energía eléctrica y la red de celulares en gran parte de la isla, por lo cual la gente debía ir a pie hasta la Funeraria Adames Memorial, para indicarle dónde recoger a los muertos.
Las autoridades dijeron que el estado de alerta sigue activo.
David Adames embalsamó 20 cuerpos ese mes -más del doble del número habitual- y trabajó a un ritmo frenético para no quemar su generador de gasolina o desperdiciar el precioso combustible. Cuando un hospital cercano carbonizó su generador, no pudo mantener frío el depósito de cadáveres y estos comenzaron a descomponerse.
Las familias le suplicaban: “¿Hay algo que puedas hacer para que podamos verla una vez más?”.
Al igual que Adames, quien ahora puede cerrar los ojos y evocar esos recuerdos, la mayoría de los puertorriqueños reviven los detalles de los días posteriores al 20 de septiembre de 2017.
Eso sucede cada vez que pasan por la estación de Shell, donde esperaban hasta 16 horas por un galón de gasolina, o cada vez que beben una Coca-Cola y recuerdan al extraño que les compartió un sorbo de una bebida fresca, cuando a nadie le funcionaban los refrigeradores.
Para algunas personas que han sido violadas, las facturas de los exámenes médicos forenses siguen llegando a pesar de las leyes federales y las protecciones en varios estados.
También lo evocan cuando ven casas que aún usan lonas azules rasgadas como techos, o mientras miran las grietas en las paredes de concreto de sus hogares.
Y también recordaron a María este mes, cuando los periodistas locales dieron a conocer los mensajes filtrados de un chat grupal entre su gobernador, Ricardo Rosselló, y los principales asistentes del funcionario.
En ese intercambio, el ex líder del territorio bromeaba sobre los cuerpos que se acumulaban en las morgues después de la enorme tormenta. “Ya que estamos en tema, ¿no tenemos algunos cadáveres para alimentar a nuestros cuervos?”, escribió -aparentemente en referencia a los críticos- en un largo intercambio en el que los líderes discutían la escasez de patólogos forenses después del huracán.
Movidos por la indignación, los puertorriqueños se unieron.
En San Juan, los manifestantes durmieron el jueves por primera vez en más de 10 días mientras se deleitaban con la renuncia del gobernador Ricardo Rosselló.
“Las palabras fueron como una herida profunda”, afirmó Jesiely Martínez, una ingeniera informática de 38 años, quien protestó junto con cientos de miles de personas en las calles de San Juan, un clamor que no le dejó más alternativa al gobernador que renunciar, la semana pasada. Al leer la broma, indicó Martínez, sintió como si le tocaran una herida aún abierta en la piel.
La tormenta destrozó la casa de madera que pertenecía a su abuela, quien entonces debió mudarse con un pariente y ello desató un ciclo de confusión impulsada por la demencia senil. “¿Por qué no estoy en mi casa?”, se preguntaba la mujer a menudo, mirando las paredes desconocidas. “Abuela”, le respondía Martínez, “porque fue destruida”.
Con $13.000 dólares de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés) y ahorros propios, la familia reconstruyó una estructura de madera más resistente y su abuela regresó a su casa en septiembre de 2018. Dos meses después, la mujer murió de cáncer de colon, una condición que según Martínez habrían detectado antes si la tormenta no hubiese destruido puentes y carreteras, dificultando el acceso a cualquier hospital importante. “Considero que su muerte fue causada por María”, afirmó.
Martínez y muchos otros manifestantes llevaron letreros que decían “4645”, la cifra estimada -y ampliamente citada aquí- de los muertos como consecuencia del huracán y sus secuelas.
El número, basado en un estudio liderado por un investigador de Harvard, apareció pintado con aerosol en las paredes de San Juan, la capital de la isla, después de que se desatara el escándalo del chat, y algunos manifestantes usaron marcadores para escribirlo en sus frentes. Pocas personas creen en la cifra oficial del gobierno, de 2.975.
Para Nilsa Fuentes, de 51 años, quien también se unió a las protestas masivas, la broma sobre las víctimas del huracán fue imperdonable. Los muertos y sus sobrevivientes merecen algo mejor, aseguró.
El mensaje evocó en ella los cinco meses que pasó sin electricidad en su casa, en Corozal, a unas 20 millas tierra adentro de San Juan, y los viajes que debían hacer con su esposo hasta un río cercano para bañarse, porque en su hogar no había agua corriente. Fuentes pensó en su marido y en la infección que él contrajo en el río, y en la vecina de su madre, cuyo cadáver comenzó a descomponerse antes de que fuera trasladado desde su casa.
Alrededor de una hora al este, en Canóvanas, a lo largo de una calle que serpentea sobre una colina empinada, Antonio Castro Villanueva caminaba alrededor de su casa de dos habitaciones, hecha de hormigón. El hombre señaló una grieta de dos pies y asintió: “Desde la tormenta”, afirmó Castro, un artista de 62 años, que esculpe petroglifos para honrar a los taínos, indígenas del Caribe. En una mañana reciente, recogió un puñado de hojas de un pequeño arbusto en su patio, las ofreció hacia el cielo y después al suelo. Es importante relacionarse con la Tierra, remarcó, para estar en contacto con aquellos que vinieron antes que uno. “Los antepasados no están contentos”, dijo, refiriéndose al reciente escándalo del chat grupal. “Debemos respetar a los muertos”.
Unos 15 minutos al norte de la ciudad costera de Loiza, Alba Ayala pasaba una tarde en su porche charlando con su prima, quien vive en la misma calle, y evocando las instancias del huracán María.
Ayala, de 66 años, recordó que cuando finalmente salió de la casa, después de la tormenta, todo era marrón. El viento había volado las hojas de los árboles, y una capa de barro se veía por todas partes. Con otra temporada de huracanes en curso, la mujer constantemente verifica el clima. Cuando los meteorólogos hablan de una tormenta, entra en pánico y reza. “Dios mío, no otra vez”, suplica, antes de comprometerse con el Señor: “Si debes enviar algo, que sea una simple tormenta, no un huracán”. “No podemos sobrevivir a otro”, afirmó, señalando la casa de su vecina, un pequeño edificio anaranjado, con una lona azul como techo.
Ayala se rió ante la mención de FEMA, y dijo que la respuesta de la agencia, al menos en su vecindario, fue demasiado lenta y escasa. “La primera ayuda que recibimos fue de Ricky Martin”, expresó, añadiendo que la estrella puertorriqueña del pop fue una de las muchas personas que acudieron a su ciudad para asistir.
Entre otros voluntarios se encontraba Gilda G. García, de 75 años de edad, una enfermera jubilada, de Carolina, que pasó los días posteriores a la tormenta pidiéndole a Dios que le enviara el nombre de un pueblo.
Loiza apareció en su mente. Cuando llegó y le preguntó a la gente qué era lo que más necesitaban; le pidieron lejía, café y hornillos de campamento.
Los mensajes de chat grupal revivieron todos esos recuerdos. “Estaba furiosa. Sigo furiosa”, aseguró García, y agregó que un gobernador debe ser alguien serio y respetuoso. “En cambio, él se ríe de nosotros. Absurdo”.
Ileana Cabra, una cantante que se hace llamar iLe, quedó desconcertada por los mensajes de chat. “Ni siquiera sé qué palabra usar para describirlo”, dijo. “Es horrible, desalmado y debería estar en prisión por eso”.
Para la artista, de 30 años de edad, que también se unió a las protestas, muchos manifestantes todavía están disgustados por la respuesta profundamente inadecuada del gobierno a la tormenta. Frustrados por el ritmo lento y la poca ayuda, señaló Cabra, muchos pensaron que el gobierno estaba actuando de forma fría y sospechosa.
Los mensajes filtrados sólo afirmaron sus sospechas.
“Uno esperaría que los políticos estén de su lado”, expresó Cabra, quien junto con su hermano -el artista apodado Residente- y Bad Bunny, lanzaron la canción que se convirtió en el himno de las recientes protestas.
En “Afilando los cuchillos”, Residente rapea directamente sobre el gobernador y le dice: “Tus disculpas se ahogan con el agua de la lluvia, en las casas que todavía no tienen techo. Esto es para que te despiertes. Esto va por las 4.645 muertes”.
De regreso en la Funeraria Adames Memorial, en una mañana reciente, todo estaba tranquilo. No había familias dolientes en el vestíbulo, ni se oía el zumbido profundo de un generador. Pero Adames piensa a menudo en las personas a quienes embalsamó -en su mayoría hombres y mujeres de edad avanzada-, que murieron cuando los generadores de respaldo fallaron en los hospitales, o porque no pudieron obtener ciertos medicamentos.
También piensa en una llamada que recibió horas antes de que llegara el centro de la tormenta. Era el familiar de una persona que había muerto en la ciudad de Trujillo Alto, cuyos restos debían ser trasladados. Adames saltó en una camioneta y condujo pese a los fuertes vientos.
Justo cuando comenzaba a arrastrar el cuerpo por un tramo de escaleras, se cortó la electricidad. Él recuerda haber llegado con el cuerpo a la oficina del forense bajo la fuerte lluvia, y tener que salir para abrir la puerta a mano.
El escándalo del chat grupal lo llevó a él, y a muchos otros, de vuelta a esa época.
En el exterior de la residencia oficial del gobernador, conocida como La Fortaleza, alguien colgó un enorme trozo de tela blanca y pidió a los manifestantes que escribieran los nombres de los seres queridos que perdieron durante la tormenta: Irma, Gabriel, David, Marta I., Raul Sandoval, Isabel.
En poco tiempo, cientos de nombres, rodeados de corazones y dibujos de pájaros, colmaron hasta la última pulgada de tela.
El corresponsal especial Milton Carrero Galarza, en San Juan, contribuyó con este artículo.
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