Cómo las duras medidas contra los inmigrantes afectaron a un juez federal: ‘He presidido un proceso que destruye familias’
Día tras día, los inmigrantes pasan por la corte de Robert Brack, con grilletes en la muñeca y el tobillo para ser sentenciados por el delito de cruzar la frontera.
El juez pronuncia los fallos con gran pesar. Desde que se unió a la magistratura federal, en 2003, ha sentenciado a unos 15,000 acusados, la gran mayoría de ellos inmigrantes con pocos antecedentes criminales o ninguno.
“He presidido un proceso que destruye a las familias por largo tiempo, y estoy cansado de eso”, aseguró desde su despacho de Las Cruces. “Y creo que nosotros, como país, somos mejores que esto”.
El tribunal de Brack, en el sur rural de Nuevo México, está repleto de casos. Los migrantes llegan a su corte por docenas. Allí, intercambian declaraciones de culpabilidad por sentencias de “tiempo cumplido”, generalmente de no más de dos meses para la primera o segunda ofensa. Cuando dejan la corte, son delincuentes.
Durante años, las autoridades federales en esta zona a lo largo de la frontera de Nuevo México han adoptado un enfoque distintivamente rígido para hacer cumplir la ley de inmigración, enfocándose en cargos criminales en lugar de en casos administrativos. Esencialmente, las autoridades aquí ya llevan a cabo la política de “tolerancia cero” que el procurador general Jeff Sessions dio a conocer en abril último, cuando anunció que todos los inmigrantes que crucen la frontera serán acusados de un delito.
Juntos, la Patrulla Fronteriza y la oficina del fiscal de Estados Unidos en Nuevo México, presentan cargos contra casi todos los migrantes adultos elegibles detenidos en la frontera del estado, según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EE.UU. Ello ascendió a 4,190 procesamientos el pasado año fiscal.
Los controles estrictos en Nuevo México son resultado del abundante espacio en las cárceles del condado fronterizo del estado y de un sistema “rápido”, que procesa velozmente a los migrantes no violentos. El estado tampoco enfrenta el volumen de cruces no autorizados que registra el sur de Texas, por ejemplo.
“Es un proceso eficiente”, expone John Anderson, fiscal de EE.UU. para el Distrito de Nuevo México. “Esa es una de las características clave, que nos permite implementar el 100% de enjuiciamientos”.
Para el juez Brack, se trata de una rutina de castigo que se ha construido durante un largo tiempo. En 2010, el magistrado llevaba siete años en su cargo federal y su expediente estaba repleto de casos de inmigración cuando “en algún momento, simplemente colapsé”, relató.
El juez se sentó para redactar una carta al presidente Obama; un pedido de un enfoque más compasivo de la inmigración, que mantenga unidas a las familias y reconozca que las demandas del mercado laboral impulsan la cuestión:
“Le escribo hoy porque mi experiencia con el tema de la inmigración, en unos 8,500 casos, está constantemente en desacuerdo con lo que informan los medios y, por lo tanto, con lo que muchos creen.
He aprendido por qué vienen aquí las personas, cómo y cuándo lo hacen, y cuáles son sus expectativas. Las personas que veo son, en su mayoría, trabajadoras, gentiles; no tienen educación y carecen por completo de antecedentes penales. Solo gente común que busca trabajo”.
El magistrado envió copias de la carta a los principales líderes del Congreso y al secretario del Departamento de Seguridad Nacional. Y esperó.
Ningún otro juez federal de la corte penal se acerca a la cantidad de sentencias de Brack. En los cinco años anteriores a 2017, el juez ocupó el primer lugar entre los 680 magistrados a nivel nacional en cantidad de casos, de acuerdo con Transactional Records Access Clearinghouse, de la Universidad de Syracuse, que rastrea datos judiciales. Condenó a 6,858 delincuentes; 5,823 de ellos por infracciones graves de inmigración.
Es un honor ambiguo para un hombre que es católico devoto y deja en claro su dilema moral en las audiencias públicas. Brack toma en serio su juramento de defender las leyes de Estados Unidos, pero es un engranaje en un sistema que considera injusto.
Johana Bencomo, directora de organización de un grupo de defensa de inmigrantes de Las Cruces llamado Comunidades en Acción y Fe, considera la persecución penal de migrantes como “deshumanizadora”. “Somos una comunidad rural con algunas de las tasas de enjuiciamiento más altas”, expresó. “Ese es el legado de Brack, no importa cuántas vueltas se le dé al tema”.
Quienes defienden el endurecimiento de las leyes argumentan que los procesamientos son un elemento crucial de la seguridad fronteriza y que contribuyeron a lograr las tasas históricamente bajas de inmigración irregular en la actualidad.
“Las acusaciones criminales resultan ser una de las herramientas más efectivas para disuadir a la gente de intentar [cruzar] de nuevo”, indicó Jessica Vaughan, directora de estudios de política en el Center for Immigration Studies, de Washington, D.C., que defiende leyes más estrictas para el control fronterizo.
Los efectos de esta autoridad se representan en el edificio federal de cinco pisos y color cobre, en Las Cruces, a unos 47 millas de la frontera entre Estados Unidos y México. El despacho de Brack está en el último piso. En módulos de celdas sin ventanas. En el piso inferior, migrantes de México, América Central y Brasil esperan para hacer su aparición inicial en una corte federal de magistrados.
La misma escena se repite una y otra vez: los inmigrantes abarrotan cinco amplios bancos, el espacio del jurado y las sillas giratorias destinadas a abogados. Visten los monos de las cuatro cárceles del condado donde están detenidos; un mar de naranja, azul marino, verde oscuro y amarillo fluorescente.
Así, escuchan sus derechos y los cargos en su contra. Finalmente se declaran culpables para beneficiarse del proceso acelerado de Nuevo México. Dentro de un mes, aproximadamente, se presentarán en el tribunal de Brack para ser sentenciados y pocos días después, deportados.
La frontera solía estar abierta, pero ahora está cerrada, le dice Brack a cada migrante durante la sentencia. Hay más agentes de la Patrulla Fronteriza de los que se puede contar. La inmigración solía manejarse como una ofensa civil, pero ahora es un delito: uno menor en el primer intento, un delito pleno en el segundo.
“Todos son atrapados y, lo que es peor, todos van a la cárcel”, le dijo el magistrado a una migrante, una mujer mexicana llamada Elizabeth Jiménez Ríos. “No ha sido siempre así, pero así es ahora”.
Aunque el destino de todos ellos está sellado, Brack les pide a los defensores públicos que cuenten la historia de cada inmigrante.
Elías Beltran, un trabajador petrolero de México sin antecedentes penales, trató de regresar con su esposa y sus dos hijos, ciudadanos estadounidenses que residen en el este de Nuevo México, donde él también vivió por 15 años antes de ser deportado.
Andrés Badolla Juárez, un trabajador agrícola de México, quería recoger fresas en California para mantener a su esposa, un niño pequeño y su bebé recién nacido -todos ciudadanos de EE.UU.-, que residen en Arizona. El hombre vivió en este país durante 16 años, y fue deportado por el delito agravado de conducir bajo la influencia (DUI). Éste era su cuarto intento fallido de cruzar la frontera.
Rosario Bencomo Márquez, una trabajadora de limpieza mexicana, de 52 años y sin antecedentes penales, esperaba regresar con su hija y sus nietos a Santa Fe. Márquez vivió en EE.UU. 19 años antes de su repatriación.
Brack también evalúa a migrantes acusados de delitos relacionados con drogas o con antecedentes penales prolongados, y es implacable en su castigo. Aunque, destacó, ellos son una minoría.
“Me preguntan: ‘¿Cómo sigues haciendo esto todo el día, todos los días?’ Reconozco la posibilidad de que uno puede volverse indolente, frío, haciendo lo que yo hago”, dijo. “Pero yo no. Todos los días lo siento. No puedo mirar a un padre y a un esposo a los ojos, y no sentir empatía”.
Brack, de 65 años, es hijo de un trabajador ferroviario y una ama de casa, y se graduó en derecho en la Universidad de Nuevo México. Primero fue juez estatal, antes de ser nombrado en la magistratura federal por el presidente George W. Bush.
En su despacho, sobre un estante repleto de libros sobre jurisprudencia, estudios bíblicos y baloncesto, cuelgan fotos enmarcadas de sus antepasados: hombres que inmigraron a Estados Unidos desde Inglaterra y Prusia. Brack creció en la zona rural de Nuevo México, donde los inmigrantes, independientemente de su estatus, eran vistos como “colaboradores valiosos”, no como una amenaza, relató.
Después de esa primera carta a Obama, en 2010, el magistrado escribió otra, y luego otra. Envió copias a otros oficiales nuevamente. Mientras la nación se inclinaba periódicamente hacia la posibilidad de una reforma migratoria, solo para dejar la cuestión irresoluta -además de las vidas de millones de personas-, Brack siguió escribiendo misivas a la Casa Blanca.
En las notas relató más historias desgarradoras de familias divididas. Lo hizo por cuatro años. Abogó por un debate civil: “Miren lo que yo veo, escuchen lo que yo escucho. Tengan cuidado con las voces más fuertes y enojadas”.
Firmaba cada carta con una oración: “Que Dios continúe bendiciendo a todos los que sirven a nuestro gran país”.
Nunca recibió una respuesta. Finalmente, dejó de escribir.
Ahora, después de tantos años agotadores y miles de casos de inmigración, el juez decidió que ha sido suficiente. Alcanzará su semiretiro en julio, y efectivamente se hará a un lado para trabajar a tiempo parcial.
Será el presidente Trump quien nombre a su reemplazo.
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