Hay que llamar a los centros de detención de inmigrantes como lo que realmente son: campos de concentración
Quienes prestaron mucha atención la semana pasada, es posible que hayan notado un patrón en las noticias. Asomando por detrás de la imparable cobertura del elegante viaje de la familia Trump a Londres, hubo una serie de muertes de inmigrantes bajo custodia de Estados Unidos: Johana Medina Léon, una solicitante de asilo transgénero de 25 años; un hombre salvadoreño de 33 años, no identificado, y una mujer de 40 años, hondureña.
Fotos de un centro de procesamiento de la Patrulla Fronteriza en El Paso mostraron a individuos agrupados con tanta fuerza en las celdas que debían pararse en los inodoros para respirar.
Los memos dados a conocer por el periodista Ken Klippenstein revelaron que el hecho de que Inmigración y Aduanas no brindara atención médica fue responsable de suicidios y otras muertes de detenidos. A esto le siguió otro informe, que mostró que miles de detenidos permanecen brutalmente en celdas de aislamiento sólo por ser transgénero, o padecer trastornos mentales.
También la semana pasada, la administración Trump recortó los fondos para las clases, recreación y asistencia legal en los centros de detención de menores de edad -que fueron comparados con “campamentos de verano” por un alto funcionario de ICE, el año pasado-. Se conoció, además, que meses después de ser arrancados de los brazos de sus padres, 37 menores permanecieron encerrados en camionetas por hasta 39 horas en el estacionamiento de un centro de detención en las afueras de Port Isabel, Texas. En el último año, al menos siete chicos migrantes murieron bajo custodia federal.
Prevenir la indignación masiva en un sistema como este requiere trabajo. Ciertamente, es útil que los medios noticiosos cubran estos horrores de manera intermitente en lugar de como una prueba agravada de una administración racista y anárquica. Pero, sobre todo, las autoridades prevalecen cuando los lugares donde se tortura y se deja morir a las personas permanecen ocultos, tienen denominaciones engañosas y siguen lejos de las miradas indiscretas.
Hay un nombre para ese tipo de sistema: se llaman campos de concentración. Algunos podrían rechazar mi uso del término. Eso es bueno; es algo que debe rechazarse.
El objetivo de los campos de concentración siempre ha sido ignorado. La teórica política germano-judía Hannah Arendt, quien fue encarcelada por la Gestapo e internada en un campamento francés, escribió unos años después sobre los diferentes niveles de los campos de concentración. Los campos de exterminio eran los más extremos; otros sólo trataban de poner a aquellos “elementos indeseables... fuera del camino”. Todos tenían algo en común: “Las masas humanas encerradas en ellos eran tratadas como si ya no existieran, como si lo que les sucedía ya no fuera interesante para nadie, como si ya estuvieran muertos”.
Los eufemismos juegan un papel importante en ese olvido. El término “campo de concentración” es en sí mismo uno. Fue inventado por un funcionario español para ocultar la reubicación de millones de familias rurales a escuálidas ciudades cuarteles, donde morirían de hambre durante la guerra de la independencia de Cuba, en 1895. Cuando el presidente Franklin D. Roosevelt ordenó apresar a los estadounidenses de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial, inicialmente se llamó a esos sitios campos de concentración. Los estadounidenses terminaron usando nombres más benignos, como “Centro de reubicación Manzanar”.
Incluso los campamentos de los nazis empezaron como sitios pequeños, donde se encarcelaba a criminales, comunistas y opositores al régimen. Llevó cinco años iniciar la detención masiva de judíos. Se necesitaron ocho, y el estallido de una guerra mundial, para abrir los primeros campos de exterminio. Incluso entonces, los nazis tenían que seguir mintiendo para distraer la atención, afirmando que los judíos simplemente estaban siendo reasentados en lugares de trabajo remotos. De eso se trataban los famosos letreros: Arbeit Macht Frei o “El trabajo te hará libre”.
Pero los subterfugios no siempre funcionan. Hace un año, los estadounidenses se dieron cuenta accidentalmente de que el gobierno de Trump había adoptado una política para separar a las familias en la frontera (y mentido al respecto). La ráfaga de atención ocurrió gracias a la combinación viral de dos historias separadas, pero relacionadas: el decreto de separación familiar y el reconocimiento de los burócratas de que no habían podido localizar a miles de niños migrantes que habían sido ubicados con patrocinadores después de cruzar la frontera solos.
Trump arrojó eso fácilmente por el agujero de la memoria. Holgazaneó un poco y luego aceptó una nueva política: juntar a familias enteras en los campamentos. Los periodistas políticos plantearon preguntas irrelevantes, como si el presidente Obama había sido tan malvado, y lo que ello significaba para las elecciones de mitad de mandato. Luego siguieron adelante.
Es importante tener en cuenta que los asistentes de Trump construyeron este sistema de terror racista sobre algo que ha existido durante mucho tiempo. Varios campos se inauguraron durante el mandato de Obama, quien durante su presidencia deportó a millones de personas.
Pero el juego de Trump es distinto. Ciertamente, no se trata de negociar una reforma migratoria con el Congreso. Trump ha dejado en claro que quiere sofocar toda la inmigración no blanca, y punto. Sus arrestos en masa, las ‘congeladoras’ y jaulas para perros son parte de un proyecto explícitamente nacionalista para poner al país bajo el control del tipo correcto de gente blanca.
Como lo señaló un informe del Comité Nacional Republicano en 2013: “Los cambios demográficos de la nación se suman a la urgencia de reconocer lo precaria que se ha convertido nuestra posición”. El intento de la administración Trump de formular una pregunta de ciudadanía en el censo de 2020 también se reveló como una conspiración para poner en desventaja a los opositores políticos e impulsar a la vez a los “republicanos y blancos no hispanos”.
Es por eso que esto no es sólo una crisis que enfrentan los inmigrantes. Cuando un líder pone a las personas en los campamentos para mantenerse en el poder, la historia muestra que ello no suele detenerse con el primer grupo encerrado.
Ahora hay al menos 48.000 detenidos en las instalaciones de ICE, que según le dijo a BuzzFeed News un ex funcionario “podría aumentar indefinidamente”. Los funcionarios de Aduanas y Protección Fronteriza capturaron a más de 144.000 personas en la frontera del suroeste el mes pasado (el New York Times informó debidamente esto como evidencia de un “aumento dramático en los cruces fronterizos”, en lugar de lo que en verdad es: la administración utiliza su propio aumento de arrestos para justificar el resto de sus políticas).
Si los llamáramos por lo que son (un sistema creciente de los campos de concentración estadounidenses), probablemente le prestaríamos la atención que merecen. Necesitamos saber sus nombres: Port Isabel, Dilley, Adelanto, Hutto y así sucesivamente. Con una atención constante e implacable, es posible que podamos aliviar la difícil situación de la gente que está dentro, y evitar que la crisis empeore. Tal vez así las personas no puedan desaparecer tan fácilmente en las congeladoras; tal vez sea más difícil para las autoridades mentir sobre las muertes de niños. Tal vez los primeros campos de concentración de Trump sean lo primero en lo que pensemos cuando lo veamos con el ceño fruncido en la televisión.
La única otra opción es dejar que los que están en el poder decidan qué es lo que sigue. Eso es un riesgo calculado. Como señaló Andrea Pitzer, autora de “One Long Night” (Una larga noche), uno de los libros más completos sobre la historia de los campos de concentración: “Todos los países han dicho que sus campos son humanos y que serán diferentes. Trump es instintivamente autoritario. Los llevará tan lejos como le sea permitido”.
Jonathan M. Katz es periodista y becario nacional en New America. Esta columna fue adaptada de su boletín, The Long Version, disponible en katz.substack.com
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