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Los héroes de ’13 Hours’ luchan una batalla perdida

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En la nueva cinta “13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi”, que se basa en un caso real y muy reciente, los protagonistas son los integrantes de un grupo especial de apoyo para unas locaciones supuestamente secretas de la CIA que fueron atacadas por insurgentes radicales en Libia durante el 11 de septiembre del 2012, poco después de la ejecución del longevo y controvertido gobernante Muamar Gadafi.

Más allá de haber sido un episodio adicional de la interminable guerra contra el radicalismo islámico emprendida por los Estados Unidos, lo que pasó allí se prestó a toda clase de comentarios políticos, relacionados al supuesto modo en que la administración de Obama ignoró los pedidos de refuerzos por parte de los atacados y, más precisamente, al papel que habría tenido en ello la entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton.

De hecho, días antes del estreno y sin haber visto todavía la película, los comentaristas conservadores la estaban alabando y calificándola ya como una herramienta para convencer a la población de no votar por Clinton; y a pesar de que los implicados en el filme, empezando por el director Michael Bay, han jurado y rejurado que este no tiene inclinación política alguna, hay varios momentos en el mismo que, sin ser excesivos, indican lo contrario.

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Pero “13 Hours” no maneja una propuesta ideológica tan evidente, sino que es básicamente una cinta bélica de acción, lo que tiene sentido cuando se considera que Bay ha estado detrás de todas las entregas cinematográficas de “Transformers”; y eso se traduce en el estruendo sonoro de todas las escenas de combate, que puede parecer a veces excesivo pero que, en este caso, sirve para meternos de lleno en la intensidad de un enfrentamiento de esta clase y para transmitir la sensación de caos que inevitablemente se produce.

Claro que “13 Hours” no es solo ruido; a pesar de que la primera parte del ataque a la locación donde se encontraba el embajador estadounidense es sumamente confusa en el plano visual -lo que podría haber sido intencional pero insinúa también los problemas habituales en las puestas en escena de Bay-, el largo segmento culminante en un edificio cercano, donde los francotiradores asumen un rol esencial, tiene muchas imágenes realmente logradas, que llegan además complementadas por espectaculares vistas panorámicas del entorno (el rodaje se produjo entre Malta y Marruecos).

Lo que se ve no deja de impresionar, pese a que la falta en el desarrollo de los personajes no nos permite identificarnos realmente con los combatientes; el único por el que se logra sentir cierta empatía es Jack Da Silva, interpretado correctamente por John Krasinski, de “The Office”, mientras que los árabes aparecen prácticamente como figuras hostiles de videojuego, fuera de una conveniente toma final que muestra a unas mujeres locales llorando por sus pérdidas.

Y si bien el mismo Silva pronuncia en algún momento la única frase que se muestra crítica con la guerra en sí al decirle a un compañero que su familia lo cuestiona por estar peleando en un país extraño que no debería importarle, no se incluye alusión alguna a los fuertes rumores que se dieron sobre el hecho de que estos puestos de la CIA servían realmente para encubrir un envío clandestino de armas a los rebeldes de Siria. A fin de cuentas, ¿qué hacían todas estas personas por ahí, y que han estado haciendo por décadas de décadas a lo largo y ancho del mundo? Esa es una pregunta que Bay prefiere no contestar.

Además, el dato de cierre sobre la actual situación de Libia, metida en una nueva guerra civil, puede ser leído tanto como una prueba de la inutilidad de la intervención del Tío Sam como una queja ante la falta de dureza en la misma por parte de (¿quién más?) los demócratas.

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