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La secuela de ‘Gladiator’ supera sus excesos en aras del entretenimiento

Paul Mescal como Lucius y Pedro Pascal como Marcus Acacius en una escena de "Gladiator II".
Paul Mescal como Lucius y Pedro Pascal como Marcus Acacius en una escena de “Gladiator II”.
(Aidan Monaghan)
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Para que quede claro, no soy fan de la primera entrega. Pese a que Ridley Scotty fue el comandante en jefe de “Alien” (1979) y “Blade Runner” (1982), dos de mis películas favoritas -y, además, clásicos indiscutibles del cine-, las concesiones comerciales y los artificios presentes en “Gladiator” (2000) no conectaron mucho conmigo.

Eso no quiere decir que la haya pasado mal viendo la cinta (¿lo he hecho más de una vez?), que resultaba ciertamente entretenida, le daba a Russell Crowe y Joaquin Phoenix papeles inolvidables y contaba con una recreación de época que no podía dejar de admirarse, del mismo modo en que lo hacían sus ambiciosas escenas de acción. Por ese lado, “Gladiator II” no debería decepcionar a quienes gustaron realmente de su antecesora. Pero eso no quiere decir que sea una obra maestra, ni mucho menos.

De hecho, el nuevo filme, que fue escrito por guionistas completamente distintos, amplifica el aspecto hollywoodense de la primera entrega al crear una suerte de melodrama desbordado que hace que muchas de sus situaciones luzcan impostadas, aunque le brinda a la vez al relato un curioso aroma de vieja escuela que se presta de algún modo para lo que cuenta.

En lugar de Crowe, el rudo protagonista del filme original, tenemos a Paul Mescal, quien se ha hecho conocido por sus roles sensibles en títulos como “Aftersun” (2022) y “All of Us Strangers” (2023), y que se pone ahora en la piel de Lucius “Hanno” Verus, un campesino radicado en una colonia africana que es arrasada de pronto por los romanos y que termina siendo esclavizado por sus enemigos, tal y como sucedía con el Maximus de Crowe.

No deja de llamar tampoco la atención que se haya convocado al chileno Pedro Pascal para interpretar a Marcus Acacius, un general romano que, pese a su eficacia como estratega y su fiereza como combatiente, tiene un lado sensible y rechaza el expansionismo sin control que proponen los máximos dirigentes del imperio, es decir, los hermanos Geta y Caracalla, interpretados sin mucho vuelo por Joseph Quinn y Fred Hechinger.

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Pascal, quien se ha ganado a pulso la reputación de figura paterna dura pero justa, calza perfectamente en el rol, y verlo enfrentado físicamente a Mescal -algo que, por los antecedentes de la historia, resulta inevitable- es uno de los puntos altos del largometraje, incluso cuando su actuación no es todo lo impresionante que podría haber sido, como no lo es tampoco la de Mescal, quien se ve limitado por los diálogos intrascendentes que se le entregan y por la exhibición constante de desconcierto que se le impone.

Los cinéfilos no estaban exactamente imbuidos del espíritu navideño este fin de semana, o al menos no lo que ofrecía “Red One”.

En realidad, quien se lleva aquí las palmas en términos de actuación es Denzel Washington, el doble ganador del Oscar por sus trabajos en “Glory” (1989) y “Training Day” (2001). Washington encarna a Macrinus, un entrenador de gladiadores y vendedor de armas que aspira a controlar Roma, y cuya mala entraña llega representada con la suficiente discreción y la elegancia necesaria como para no ofrecernos a un villano caricaturesco, a diferencia de lo que ocurre con los dos emperadores.

Sin salirse realmente de lo que espera ver en él, Washington transforma a Macrinus en el personaje más fascinante de la película, y logra incluso brindarle a éste unas inflexiones homoeróticas que merecerían un análisis mayor, tomando sobre todo en cuenta que Scott es uno de esos cineastas veteranos que no se sienten obligados a comulgar con las sensibilidades actuales, pese a que ha manifestado abiertamente su rechazo por Donald Trump y se considera ateo.

Por aquí y por allá, “Gladiator II” tiene momentos que, ya a simple vista, lucen al menos dudosos en términos históricos, y que, tras una breve investigación, se revelan como ampliamente improbables o completamente fabricados, como la escena naval con tiburones que se desarrolla en el Coliseo, y que parece haber sido creada simplemente en nombre del espectáculo.

Denzel Washington interpreta al villano Macrinus.
(Cuba Scott)

No ayuda tampoco que la trama sea tan semejante a la de la primera cinta, lo que puede ser visto tanto como una falta de creatividad por parte del guionista David Scarpa (quien colaboró ya con Scott al escribir “All the Money in the World” -2017- y “Napoleon” -2023-) o como una directiva directa para mantenerse en un cauce seguro que favorezca la asistencia masiva a las salas.

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Lo bueno es que, en medio de todos sus excesos, “Gladiator II” mantiene la atención y la curiosidad del espectador, lo que es mucho decir para una cinta que dura 148 minutos y que se les ingenia para hacer comentarios válidos sobre el abuso del poder, el imperialismo y las maneras en que los poderosos distraen al pueblo con actos circenses de diferente índole.

Más allá del tratamiento que le daría a la historia y de lo que lograría obtener por parte de los actores, los cinéfilos estaban particularmente interesados en apreciar el modo en que Scott enfrentaría la puesta en escena de un proyecto tan monumental, cuyo presupuesto, según algunas fuentes, habría superado los 200 millones de dólares.

Mescal en otro momento del filme.
(Aidan Monaghan)

Ha pasado casi un cuarto de siglo desde el estreno de “Gladiator”, y era de esperar que los efectos especiales de “Gladiator II” superaran ampliamente a los de la aventura previa. En más de un sentido, esto es lo que sucede; pero hay una dolorosa excepción que afecta de manera innecesaria al conjunto, y que se plasma en una escena de lucha entre humanos desesperados y babuinos descontrolados en la que los segundos aparecen representados con el uso de una animación computarizada que los vuelve absolutamente irreales, casi como si se tratara de criaturas alienígenas.

Afortunadamente, el resto de la cinta no se defiende solamente de manera decorosa en lo que respecta a sus recursos visuales, sino que tiene incluso momentos que resultan deslumbrantes y que merecen verse proyectados en la pantalla más grande que se tenga cerca, empezando por la escena de introducción, una invasión marítima que se filmó en el desierto de Marruecos con la asistencia de miles de extras, de barcos reales y de numerosas cámaras, y que deja en claro que, cuando se emplea de manera juiciosa, la CGI no tiene que traducirse en desencanto.

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