La angustia de las ciudades y pueblos de los que pocos hablan tras el terremoto en Ecuador
QUITO/BBC MUNDO — “Me da pena decir que las emisoras hablan de Manta, de Portoviejo, de Esmeraldas, pero de Bahía de Caraquez no, no figuramos en el mapa, y yo no sé si el 80, el 90% de Bahía está destruido”.
Cristina Ulloa suelta sus palabras una tras otra como si se le derrumbaran, mientras observa a la distancia el barrio Marianita de Jesús, el lugar donde vivía en Bahía de Caraquez antes de que el terremoto del pasado sábado la obligara a huir lejos del mar por temor a un tsunami.
Como ella, muchos de sus vecinos sienten que la ayuda no llega lo suficientemente rápido y al dolor de la tragedia se suma la angustia de sentirse ignorados.
Aunque ya se ven bomberos, militares y rescatistas en las calles de esta ciudad costera, la falta de servicios públicos básicos como agua potable y electricidad no contribuye a un estado de ánimo colectivo que se desplomó como las casas de Marianita de Jesús.
Como ella, muchos de sus vecinos sienten que la ayuda no llega lo suficientemente rápido y al dolor de la tragedia se suma la angustia de sentirse ignorados.
Aunque ya se ven bomberos, militares y rescatistas en las calles de esta ciudad costera, la falta de servicios públicos básicos como agua potable y electricidad no contribuye a un estado de ánimo colectivo que se desplomó como las casas de Marianita de Jesús.
“Mi vida está aquí”
Entre los que se desesperan también están los cerca de 200 extranjeros que viven en esta ciudad.
Hugo Jiménez es un cocinero peruano que vino hace cinco años a probar suerte y ahora sólo piensa en irse. Mientras camina por la avenida costanera reconociéndose en los que aún siguen vivos recuerda los instantes posteriores al sismo:
“La gente caminaba sin rumbo, no te miraba, buscaba un lugar donde estar seguros. En el momento del desastre no hubo rescate, la gente peleó a capa y espada para salvarse entre ellos”.
Golpeado primero por la crisis económica que vive el país, Hugo cree que el desastre natural significa para él un inapelable nocáut. Así se lo comunica a su amigo Frank Martin, un estadounidense que lleva 12 años en Bahía de Caraquez.
“Llegué en 2004 con mi novia -hoy mi esposa- en un velero y nos fascinó Bahía. Nos quedamos y en estos 12 años invertimos en varias cosas”, le cuenta a BBC Mundo este hombre originario de Alabama.
Una de esas cosas en las que invirtió fue un edificio donde estaba la oficina de Frank y dos departamentos alquilados. El terremoto lo derrumbó matando a una pareja de canadienses que también había decidido vivir en la ciudad ecuatoriana. Frank no sabe si podrá recuperarse.
“Es demasiado pronto para preguntarme si voy a seguir en Bahía. Mi vida está aquí. Mi hija Francesca nació aquí. Sólo sé que el viernes tenía una vida por delante y hoy vivo con la ropa que tengo puesta”.
Pero si la situación de una ciudad como Bahía de Caraquez es caótica, la realidad de otras poblaciones más pequeñas de la costa ecuatoriana como Canoa roza lo grotesco.
Desconocidos
En el parque de una de las ciudades turísticas más importantes del Ecuador, famosa por sus olas para surfear y sus noches de fiesta, dos cadáveres reciben el sol cenital sobre sus rostros.
Son desconocidos, personas que nadie ha reclamado aún, rodeados por efectivos de la fiscalía del Ecuador que toman registro de sus huellas dactilares y los fotografían para que alguien pueda identificarlos en el futuro.
“En caso de que alguien los reconozca se exhumarán los cadáveres, pero ahora a los NN los vamos a enterrar en una fosa común si nadie los reconoce antes.Esto es largo. Hay muchos extranjeros aquí. Eso va a aumentar el número de NN”, dice Diómedes Solíz, miembro de la fiscalía, quien reconoce que la pesadilla recién empieza.
“Hemos rescatado 23 cadáveres. Pero creemos que es el 20% de los cuerpos que vamos a encontrar”.
A pocos metros de los dos muertos, como escuchando las premonitorias palabras de Solíz, un grupo de voluntarios descarga ataúdes nuevos recién llegados a la ciudad.
Algunos de los cofres ya han encontrado su camino al cementerio, donde las familias han comenzado a enterrar sus muertos a tal velocidad que mientras unos lloran otros levantan tumbas a un costado, ladrillo a ladrillo, sin tiempo para que el cemento se seque.
Epitafios
Entre el parque y el cementerio está una iglesia construida por la arquidiócesis del cantón Sucre, a la que acudió Amarili Murillo cuando la tierra dejó de moverse y el mar amenazó con terminar la faena que había iniciado el terremoto.
“Salimos a la carrera porque dijeron que iba a haber un tsunami y nos vinimos para la iglesia pero mire cómo la encontramos. Hecha pedazos. La hicieron cuando fue el otro terremoto del 98”.
Entre los santos que han quedado de pie y el Jesús que sigue clavado en su cruz, un cartel atraviesa la destruida fachada proclamando la resurrección. Pero ni la fe consuela a Amarili.
“Aquí nosotros, desde el sábado a la noche, no hemos comido nada. Ahorita un vaso de leche que nos regalaron. Toda mi familia está en Guayaquil pero no puedo hablar con ellos porque mi teléfono está descargado”.
Los que también tienen familia pero aun más lejos que Amarili son los turistas que pasaban sus vacaciones en Caona cuando se produjo el sismo. Tras la interrupción del servicio de autobuses y con lo poco que rescataron de hoteles y hostales derrumbados, viven de la caridad de sus vecinos ecuatorianos que han perdido incluso más que ellos.
Una alemana y una austríaca comentan que el domingo Canoa parecía un pueblo fantasma. Nadie apareció tras el terremoto excepto un helicóptero que sobrevolaba el cielo mientras la gente se marchaba a tierras más altas.
Hoy Canoa ya no parecía un pueblo fantasma sino una zona de guerra, surcada por rescatistas, policías, bomberos, médicos y veterinarios. Pero los fantasmas del terremoto tardarán mucho tiempo en partir de esta ciudad costera.
En una de sus esquinas, un cartel levantado por el gobierno de Manabí advierte: “La tierra no nos pertenece. Pertenecemos a la tierra”. El mensaje a favor del cuidado de la naturaleza parece luego del sábado una advertencia… y al mismo tiempo un epitafio.
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