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Isla de Toas, uno de los pueblos de Venezuela donde la crisis social se siente con mayor fiereza

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El agua del lago luce verdosa. Como su pie derecho. María Felinda Ojeda, una trigueña menuda de 19 años, se retuerce de incomodidad en una silla de ruedas en el muelle de San Rafael del Moján, perteneciente al estado de Zulia, en el noroeste de Venezuela.

Su pierna reposa inmovilizada en ángulo de 45 grados sobre una tabla de madera firme.

Le preocupan tanto la hinchazón como la tonalidad que ha tomado su pierna durante las 24 horas de espera por un bote hasta su natal Isla de Toas, un territorio de apenas tres kilómetros cuadrados anclado en el Lago de Maracaibo.

“La isla no sirve. Vamos a tener que dejarla botada”, refunfuña, mientras empuña una cobija de motivos azules contra su pecho, afiebrada, escondida del sol del mediodía bajo una delgada lámina de zinc.

Aislados en Toas

La razón de su hastío quizá sean los 40 días que tuvo recluida en un hospital de Maracaibo, a 80 kilómetros de distancia. O la bala que le perforó y destrozó el fémur en aquel tiroteo ocurrido durante el tradicional compartir de Fin de Año en la plaza del pueblo.

O probablemente le aborrezca recordar que en su terruño lacustre no hay centros asistenciales donde tratar a cabalidad semejante emergencia. O tal vez haya sido la avería, a medio camino, del remolcador petrolero que le llevaba hacia tierra firme para hallar la ayuda y las medicinas que no se encuentran en su poblado.

Trasladarse desde y hacia isla de Toas es tan trágico como el castigo de Sísifo, un rey de la mitología griega condenado a empujar cuesta arriba una piedra enorme que siempre tendía a rodar hacia abajo antes de llegar a la cima.

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A veces imperan los problemas de combustible -un galón de gasolina cuesta 4.000 bolívares y las embarcaciones usan dos por viaje-. También hay escasez de repuestos para las lanchas, botes, peñeros. El ferry del Estado tiene por costumbre averiarse constantemente.

Además estallan con cierta frecuencia protestas locales como la de hoy. Los Sísifo de Toas quedan varados cada tanto. Se hacen inalcanzables los cinco kilómetros de distancia entre la isla y El Moján o los 2,5 que le separan de San Carlos, Maraca o Zapara, las otras islas del litoral.

“Nos morimos pelúos”

En el atracadero de cemento desgastado y cabillas oxidadas se forman en fila 60 personas. Acumulan horas aguardando bajo un techo de palmas secas. Confían en que en algún momento amaine la protesta que desde hace cuatro días impide la entrada o salida del transporte lacustre.

La mayoría espera con bolsos, maletines, cartones de huevos, bolsas de refrescos, galones con detergentes y enseres múltiples que en la otra orilla no se producen ni menos se hallan a precios solidarios.

Ruthmary León, una joven de 25 años que anhela visitar a sus padres, despotrica.

“Allá nos morimos pelúos”, dice, haciéndose eco de una expresión coloquial muy lugareña. La frase denota abandono.

Los 11.000 habitantes de Toas -isla madre de las cuatro que componen el paupérrimo municipio Almirante Padilla, cercano a la frontera colombiana- comparten la manía de diagnosticar tragedia y déficit cuando se miran al ombligo.

Mascan en sus almas y conversaciones un “no hay” eterno. Rezan letanías de carencias cuando auscultan su tierra: la electricidad va y viene según el antojo de las fallas del cableado; reina la guerra entre mafias criminales; el sobreprecio de artículos básicos es peor que en cualquier otro poblado cercano.

También dependen del llenado de bombonas dada la inexistencia de redes de gas doméstico; el servicio de agua en las tuberías domésticas es efímero; las ambulancias son una fantasía; y los servicios de telecomunicaciones convulsionan con frecuencia.

No llegan los alimentos

La comida y productos subsidiados por el Estado venezolano también tardan meses en llegar a Toas, si acaso alguna vez arriban. Lo más básico se vende a precio remarcado.

El Gobierno aprobó en días recientes el envío de 4.000 cajas de alimento para la península, pero coordinar su traslado es tarea imposible en estas condiciones, advierte Luis Díaz, miembro del consejo comunal Hijos del Carmen y otro de los perjudicados por el paro.

“El transporte está crítico, pero la verdadera calamidad es la distribución de alimentos”, asegura Higinio Ojeda, uno de los pasajeros varados en El Moján.

Lou Marrufo, un muchacho delgado, de lóbulos perforados por aretes plateados y quien se autodefine como el “hombre” de María Felinda -la joven baleada-, remarca el sufrimiento social que viven a la distancia.

Allá estamos sobreviviendo a duras penas”, se queja.

Es un pueblo pequeño de infierno enorme.

Solo queda polvo

La geografía, junto a las fallas de transporte, enfatizan las urgencias de Isla de Toas. Anclada al norte de los 13.000 kilómetros cuadrados del Lago de Maracaibo, está aislada de los poblados cercanos. La distancia, aunque corta, le aleja de toda idea de progreso.

Es rica en yacimientos de piedra caliza, pero millonaria en miseria. Sus casas son pintorescas y humildes. De las construcciones de plantas despotabilizadoras solo restan piezas oxidadas.

Sus calles, parcialmente pavimentadas, permanecen recubiertas por arena y polvillo blancuzcos. Similares rasgos exhiben la iglesia, la plaza y los modestos comercios -sobran las licorerías y las agencias de loterías-.

Ubaldo Santana, arzobispo de la Diócesis de Maracaibo, debió burlar la huelga de transporte abordando una chalana pesquera. Solo así llegó a tiempo para presidir la eucaristía en honor de Nuestra Señora de Lourdes, patrona de la localidad.

El monseñor lamenta que Toas sea espejo de la crisis venezolana, aunque con acentos todavía más dramáticos: “Aquí se vive el aislamiento, la postergación, el olvido”.

Trabajo de sol a sol

Un enjambre de motos recorre las venas rupestres a las afueras de la iglesia. Es el principal sistema de transporte a cambio de entre 250 y 500 bolívares por carrera, según la distancia.

José Pinto, de 33 años, aguarda por clientes en la esquina norte de la plaza Bolívar encaramado en su Vera. Recubre su cara con una franela blanca curtida y sus ojos se esconden tras unos lentes polarizados de imitación.

Trabaja desde las 4:00 de la mañana hasta las 10:00 de la noche, con apenas una media hora de descanso al mediodía.

Otros tiempos

Habla con nostalgia de otros tiempos: poseía cuatro motos, vendía a diario kilo tras kilo de mojito fresco y hasta cepillados hace apenas unos años.

“Antes tenía dinerito”, afirma, removiendo los dedos de ambas manos, manoseando en el aire fajos de billetes que ya no están.

Los constantes apagones y bajones del servicio eléctrico quemaron las unidades de las dos cavas congeladoras de Pinto meses atrás. No pudo vender más pescado desmechado ni raspados de sabor.

Debió subastar tres de sus motos con el fin de comprar repuestos para la restante. No le alcanzaron los fondos para refaccionar la silla de madera y cuero negro donde se sientan sus clientes.

Esto es una locura. Estamos pasando frío, hambre, sueño, frío, sacrificio”, explica.

Sus ingresos diarios ascienden a 12.000 bolívares (4 dólares en el mercado negro de divisas en Venezuela) y no le alcanza para comprar suficiente comida para su esposa y sus dos niños.

Un paquete de pañales de 32 unidades cuesta en isla de Toas hasta 35.000 bolívares mientras que el salario mínimo mensual en Venezuela es de Bs. 40.000. Un kilo de leche en polvo se halla por 14.000 bolívares y un arroz de baja calidad supone desembolsar Bs. 4.000.

Darío Díaz, ex concejal, denuncia que su salud está en riesgo.

Él, paciente de próstata agrandada a sus 67 años, tiene meses de mora con su cita médica por culpa de la dificultad de los traslados.

Aquí ha habido un retroceso de 100 por ciento. Carecemos de todo. Todos vivimos en pobreza”, deplora.

Arrepentidos del rojo

El proyecto político de Hugo Chávez entintó de rojo el municipio hace ocho años.

El alcalde Yldebrando Ríos, abanderado del Partido Socialista Unido de Venezuela, ganó la alcaldía en 2008 con 55 por ciento de los votos y logró la reelección cinco años luego incluso con cuatro puntos adicionales.

Cada vez más moradores se declaran arrepentidos de haber respaldado a cualquier agente socialista; Nicolás Maduro incluido.

En el ejército de contritos milita Pinto, el ex vendedor de mojitos que hoy recorre Isla de Toas sobre dos ruedas.

“Queremos elecciones. Hoy votaría por la oposición”.

Así, jura, opina la mayoría en un pueblo marginado. Ya lo dicen en voz alta.

Protestas ciudadanas

Una joven wayuu eleva y agita una pancarta contra el alcalde entre las 250 personas que gritan enardecidas en las gradas de la cancha central de baloncesto de la isla. Cauchos de camiones, ramas y troncos de árboles bloquean la carretera a escasos metros.

Protestantes bordean a Billy Gasca, representante de la gobernación del estado Zulia; a un teniente coronel de la Guardia Nacional Bolivariana; a una comandante policial; al alcalde Yldebrando Ríos; y a dos docenas de militares y policías que resguardan a los funcionarios.

Los residentes están hartos. Un hombre anciano y una señora de unos 60 años lloran porque les asesinaron a un familiar. Otra intercede por su sobrino, detenido por robo de cables eléctricos. Por turnos, los voceros claman por seguridad, electricidad, telecomunicaciones, agua y comida.

“Esto es un solo dolor. Para venir acá tenéis que pagar vacuna (extorsión) a las mafias que se han incrustado en el municipio”, denuncia, con aliento pestilente a aguardiente, Ángel Paz, comerciante.

El alcalde permanece mudo. No le dejan hablar. Alegan a gritos que no ha dado la cara al municipio desde principios de enero.

Siete días antes, había admitido ante la prensa que Toas es un “nido” de mafiosos que viajan de noche y los fines de semana al lugar para beber y delinquir. También negó vínculos con Los Maneto -banda acusada de doblegar la seguridad en el municipio-.

En la reunión solo intervienen el oficial y el representante del gobierno regional. Prometen combustible, las refacciones del ferry y lanchas, más patrullaje. Revelan que un contingente de militares ocupará la isla. La plebe estalla en aplausos.

Se acentúan las burlas contra Ríos. Exclamaciones sin rostros, vulgares, se escuchan de entre el gentío: “¡Le mocharon la lengua!”; “¡no tenemos alcalde!”, “¡que se vaya ‘El Peluche’ de esta verga!”. Así le apodan.

“¡Fuera, fuera!”, insisten. El funcionario -hombre alto, de figura fofa, tez oscurecida por el sol- aprovecha una mínima distracción. Camina a paso lento hacia una patrulla policial que le espera tras la verja. Nadie le escolta.

Dos policías despejan la vía de los obstáculos a esas alturas.

Se monta en el vehículo. Se marcha sin gloria.

La denuncia, el regreso

Un sargento de la Armada venezolana eleva la voz para dar órdenes a los pasajeros formados en el muelle principal de San Rafael del Moján. Son las 11:00 de la mañana. Nadie ha podido viajar.

“¡Abran espacio, por favor!”, ruega con caballerosidad.

Militares cargan a cuestas entre la gente la silla de ruedas de María Felinda, la trigueña baleada en Año Viejo.

“Ay, Dios mío”, solloza, mientras la ingresan a un peñero de madera y doble motor. La ubican de espaldas a la proa, en el medio de la embarcación.

Suben a bordo 20 pasajeros más. Sus familiares y un par de desconocidos la sujetan cuando la lancha emprende sus 15 minutos de trayecto.

Antes del viaje, su hermana, Lou -su pareja- y ella habían confesado a la prensa que un guardaespaldas del alcalde fue el autor del tiroteo de la plaza.

Contaron que el mismo Yldebrando Ríos habría desenfundado y disparado un arma. Revelaron que el representante de la municipalidad les había enviado cheques y dinero en efectivo con su hijo para sufragar comidas, traslados y medicinas.

El alcalde, en conversación con BBC Mundo, admitió su presencia durante la balacera. Acotó, no obstante, que jamás empuñó armas de fuego.

Y atribuyó el suceso a una confusión.

“Sí salieron a relucir armas de fuego. Quizá no fue la forma de atender el caso, pero hay personas armadas en la isla por la inseguridad. Nunca hubo la intención de hacerle daño a nadie”, sentenció.

Ríos certificó que su despacho ha colaborado con los gastos médicos y viáticos de María Felinda.

Esa muchacha fue atendida por la alcaldía. Tengo las facturas y ellos las han firmado”, dijo.

Mariferqui, la hermana mayor, aclaró que nunca consignaron la denuncia ante la Fiscalía o la Policía para poder contar con la ayuda de la municipalidad.

“Pero estamos cansados de callarnos”, explicó momentos antes de que la lancha llegara al muelle posterior de Isla de Toas. El único acceso donde la protesta no enfurece.

Seis pasajeros, entre ellos Lou, elevan la silla de ruedas hasta una altura de metro y medio para que pudiera alcanzar el piso de cemento erosionado. Policías la sostienen desde arriba.

María Felinda intenta esconder con las manos sus lágrimas mientras la suspenden en el aire. Fracasa. Su dolor es evidente.

Ya está de regreso a una isla que, hace solo 20 minutos, prometió alguna vez abandonar.

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