Niños estudian en medio de las balas de una guerra que persiste en Colombia
Las Mercedes, Colombia — Cuando los alumnos llegan al colegio Monseñor Sarmiento Peralta, el cartel de “Bienvenidos” anuncia que no están en cualquier escuela: a través del techo dos agujeros de bala filtran la tenue luz que recibe a los niños del pueblo de Las Mercedes, epicentro de una guerra que persiste en Colombia.
Y es que el complejo panorama del conflicto armado colombiano ha llegado al final con las FARC, pero para quienes viven en la selvática región del Catatumbo, fronteriza con Venezuela, la paz es un sueño lejano que cercena especialmente el Ejército Popular de Liberación (EPL), antigua guerrilla dedicada ahora al narcotráfico.
Rodeados de montañas viven los cerca de 7,000 vecinos de Las Mercedes, que forma parte del municipio de Sardinata, en el departamento de Norte de Santander, donde el desarme de las FARC es un espejismo que ven en los noticieros y en el que no pueden evitar una sonrisa cuando les hablan de paz.
“Nuestra comunidad es víctima de la violencia, vivimos con la zozobra y el temor de que, de un momento a otro, nuestro servicio educativo se interrumpa”, comenta Rolando Mendoza, el director del colegio que tiene unos 500 alumnos.
Sus palabras no son apenas un alegato vacío pues la escuela está a escasos 50 metros de las instalaciones que la Policía ha improvisado en el pueblo y donde tratan de resistir atrincherados una treintena de agentes que sufren ataques constantes: antes eran las FARC, y ahora recogió el macabro testigo el último vestigio del EPL.
Las balas y bombas que han devastado las casas alrededor de los policías en plena plaza mayor sitian el colegio en el que las marcas de la guerra son visibles casi en cada pared.
Mendoza lo tiene claro, con ese panorama “los chicos no obtienen un buen rendimiento académico”, cómo van a hacerlo si no pueden concentrarse en aprender reglas de tres o la historia de su coterráneo, el general Francisco de Paula Santander, prócer de la Independencia, mientras esperan que un combate interrumpa las clases o trunque sus vidas.
“Las clases se pierden, se interrumpen, y es muy difícil volver a ponerles en condiciones para el servicio educativo”, explica un director que se transforma en héroe: “la comunidad educativa ha sido clave en el ejercicio de rescatar jóvenes”.
La tarea se antoja casi imposible en una región abandonada por el Estado y en la que para muchos alumnos su única expectativa de futuro es entrar a alguno de los grupos armados de la región, los que les ofrecen una posibilidad de un sueldo, la seducción del poder de un arma o incluso algo tan sencillo como una buena moto.
Los gobiernos no se lo ponen fácil: Mendoza ha peleado, pero el colegio sigue sin biblioteca, internet es una quimera y sus reclamos sobre las crecidas de una quebrada cercana caen en saco roto.
Como para exigir que su colegio salga del fuego cruzado, el EPL solo les garantiza la seguridad por las mañanas.
“Para los jóvenes del Catatumbo sus expectativas hacia el futuro son muy bajas, terminan el bachillerato y no tienen cómo ir a una universidad”, afirma.
El EPL es la última seducción para ellos, no porque los complejos fundamentos maoístas con que fue fundado en 1967 sigan vigentes.
Este grupo depuso masivamente sus armas en 1991 y sus últimos supervivientes son apenas narcotraficantes que mantienen una actividad de fachada guerrillera con el fin de mantener un control sobre la sociedad y los caminos del Catatumbo.
Los cantos de sirena para los jóvenes campesinos son los que traen los dólares del narcotráfico: esos que compran la mejor moto del pueblo y una “salida laboral”.
Para 20 de los alumnos del Monseñor Sarmiento Peralta la odisea del estudio comienza nada más levantarse pues viven en un hogar campesino habilitado para las familias que residen en zonas todavía más rurales y que no pueden permitirse ir y volver a casa a diario.
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El hogar está a apenas 15 minutos del pueblo, en una de las laderas que circundan Las Mercedes, justo tras la frontera imaginaria entre el EPL, llamados también los “pelusos”, y la Policía.
Para ellos llegar hasta el colegio supone cruzar las líneas enemigas y caminar por el camino por el que se replegaban las FARC y ahora transita el EPL.
Una trocha que deben transitar por su centro ya que los laterales están llenos de explosivos y minas.
“Hay veces en que por el conflicto hay hostigamientos, (y los chicos) no pueden ir a estudiar. Por ejemplo, si anoche hubo (ataque) hoy no pueden ir al colegio. El riesgo es mucho”, explica Elsie Contreras, encargada del hogar.
Cuando acaba el ataque no termina el peligro porque en su retirada los guerrilleros se refugian en el recinto del colegio y los niños deben esconderse bajo las tapias más sólidas, un ejercicio que cada cierto tiempo también practican en su escuela.
No ven futuro; igual que las montañas, la guerra forma parte de su paisaje y no saben qué hay más allá de la siguiente cima, sólo esperan seguir con vida cuando acabe el día. Aunque sea sin los libros que Mendoza espera hace décadas.
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