Amazonia: Indígenas, cocodrilos, delfines y selva inacabable
MANAUS, Brasil — El guía nos lo había advertido: el “paseo por la selva” no iba a ser una caminata relajada.
“Tengan cuidado si van a tomar una rama porque las hormigas pican. Y les dolerá 24 horas”, señaló Edirley da Silva, enfundado en una camisa amarilla y botas de goma. “Y fíjense dónde pisan. Que no los pique una víbora”.
Nuestro grupo, una docena de turistas, se quedó mudo.
“No se preocupen”, les dije a nuestros hijos, de seis y siete años. “Seremos cuidadosos al caminar”.
Mi esposa, mis hijos y yo volamos de Río de Janeiro a Manaus, uno de los principales puntos de partida de cualquier aventura por la selva amazónica brasileña. Desde allí partimos en una lancha por un tributario del río Negro y tras un viaje de una hora caminamos 15 minutos hasta un “alojamiento ecológico” en plena selva.
Incluso allí, en la periferia de la Amazonia, los sonidos eran impresionantes. Los monos chillaban, los pájaros trinaban y los insectos pasaban zumbando. La combinación de ruidos era a la vez aterradora y tranquilizadora. Irónicamente, aprendimos que rara vez uno llega a ver los animales que emiten todos esos sonidos. Saben cómo esconderse.
Nuestra cabina tenía apenas lo esencial: una pequeña refrigeradora para el agua embotellada, redes para los mosquitos en las ventanas y un diminuto acondicionador de aire que combatía la feroz humedad.
A pesar de su fama y de su creciente importancia a medida de que el cambio climático se intensifica, no mucha gente visita Amazonas, el estado más grande y con más vegetación de Brasil, donde se encuentra Manaus. En el 2014, el año más reciente del que se tiene información, recibió 1.200.000 turistas. A título de comparación, la Torre Eiffel recibe 7.000.000 de visitantes por año.
Quienes se aventuran, no se decepcionan. A lo largo de una semana, nadamos en agua fresca con delfines, miramos asombrados cocodrilos que forcejeaban con nuestros guías, pescamos pirañas y observamos el encuentro de los ríos Negro y Solimoes, que pasa a llamarse Amazonas hacia el este de Manaus. La diferencia en la densidad y la temperatura hace que por varios kilómetros fluyan aguas negras y amarillas una junto a la otra.
La comida tiene sabores únicos. El enorme pescado tucunare es convertido en filetes que saben a pollo, acompañado por yuca condimentada con especies de la región de las que nadie ha escuchado hablar y acai. A los chicos les encantaron las paletas de acai, que los ayudaba a combatir el calor de la tarde.
La cuenca del Amazonas, que abarca varios países sudamericanos, siempre ha sido una parte central de la identidad brasileña, por más que la mayoría de los brasileños jamás la visiten. Abundan las teorías conspirativas según las cuales otros países quieren quedarse con parte de ese territorio o explotar sus innumerables recursos, y los esfuerzos de organizaciones internacionales para suspender la deforestación causan las iras de los políticos.
Luiz Inacio da Silva, el presidente que gobernó del 2003 al 2010 y quien encabeza las consultas para las elecciones del año que viene, dijo una vez: “No quiero que venga ningún gringo y nos pida que dejemos morir de hambre a un amazonense por no cortar un árbol”.
“Nosotros queremos preservar, pero ellos tendrán que pagar la cuenta de esa preservación por el hecho de no derribar la selva como ellos destruyeron las suyas hace más de un siglo”, señaló Lula en alusión a Estados Unidos y Europa.
Te Batista, el lanchero que contratamos por dos días para que nos llevase a distintos sectores del río Negro, me dijo que los turistas siempre le preguntan por la conservación de la selva.
“Los extranjeros temen por el futuro de la selva”, manifestó Batista. Agregó que a él eso no le preocupa.
Un aspecto central de las discusiones en torno a la conservación son las tribus indígenas, que dan una idea de lo que era la vida en la Amazonia antes de la llegada de los colonos portugueses en el siglo 16. Si bien quedan numerosas tribus que no han tenido contacto con el mundo moderno, la mayoría están conectadas al menos parcialmente y combinan sus tradiciones con aspectos de la vida moderna.
Un día visitamos una pequeña aldea de unas 100 personas de la tribu dessana.
Como hacen desde hace siglos, las mujeres lucían polleras y nada arriba de la cintura. Los hombres tenían pequeños taparrabos, aunque se les veía también calzoncillos negros debajo. Todos se habían pintado el rostro de rojo y muchos lucían plumas en sus cabezas, así como collares hechos con dientes de cocodrilos y de jaguares. Estaban cocinando un pescado recién atrapado y había hormigas negras cocinadas en una vasija para matar el hambre.
Un muchacho llamado Bohoka, que hablaba un portugués limitado, me dijo que viven como siempre lo hicieron, en pequeñas chozas, sin electricidad ni agua corriente ni teléfonos celulares. Pero que permitían la visita de turistas.
“El turismo nos permite mantener nuestro estilo de vida”, manifestó Bohoka, quien tiene 24 años y vendía collares y otras artesanías.
La aldea está a solo 90 minutos de lancha de Manaus, pero parece un mundo aparte. Manaus es una ciudad de 2.000.000 de habitantes que combina una arquitectura colonial con edificios modernos y gente que se las rebusca como puede. Tuvo su esplendor en el siglo 19, cuando una creciente demanda de caucho atrajo cantidades de personas para cortar los árboles y sacar su savia. Una hermosa ópera construida en ese período y que sigue ofreciendo conciertos es el principal atractivo turístico de la urbe.
Mientras conversaba con Bohoka, una lancha atracó cerca de nosotros. De allí bajaron una docena de indígenas que vestían pantalones negros y camiseta, y llevaban consigo bolsas de plástico. Entraron a sus chozas y al salir lucían sus vestimentas tradicionales.
Bohoka explicó que habían ido “a la ciudad”, a comprar artículos para coser.
“¿Por qué no van con sus ropas tradicionales”, pregunté.
Bohoka se rió. “Imposible”, expresó. “La casa de los indígenas es la selva”.
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