CRÓNICA DEL TEMBLOR DE 1985: ‘Papi, papi, mira cómo bailo’
No había terminado de escuchar la hora cuando sentí que la camioneta se movió de un lado a otro. Pensé que alguna llanta se había pinchado. Me detuve de inmediato para revisarlas y me di cuenta de lo que estaba pasando.
Era el jueves 19 de septiembre de 1985, hace exactamente 32 años. Hoy veo la tragedia que sufre la capital mexicana y recuerdo como si fuera ayer esos acontecimientos que marcaron mi vida y la de toda una generación.
Esa mañana como siempre, salimos con el tiempo medido. Subimos a la niña, entonces de dos años y emprendimos nuestro viaje por la Calzada de Tlalpan. Si el tráfico no se atoraba, en poco más de una hora íbamos a llegar, con tiempo suficiente para dejar a la niña en la guardería y comprar un café.
En esas horas de tráfico era una costumbre escuchar la XEQK una estación de radio que daba la hora cada minuto: “La hora de México le proporciona la hora exacta: son las 7:19 de la mañana”.
Fue en ese momento que supimos que algo grave estaba pasando.
Estábamos frente a una estación del Metro y empezamos a ver que cientos, miles de personas salían, como zombies, desde el fondo de la tierra. “Está temblando”, dijo mi exesposa y entonces el tiempo se hizo lento, como si los segundos se hubieran convertido en minutos.
La tierra se movía de un lado a otro como una mecedora. Veía cómo se desplazaban los postes y caían los anuncios espectaculares. De repente el movimiento de mecedora se convirtió como en el del trepidar que hacen los ferrocarriles cuando pasan por un puente. Los edificios se empezaron a desmoronar, como si fueran de plastilina.
Entonces se hizo el silencio. Como si el tiempo se hubiera detenido. Los autos detuvieron su marcha. La gente atónita volteaba a todos lados y sólo una nube de polvo lo inundaba todo.
Los primeros minutos
Inmediatamente me subí a la camioneta y prendí la radio. Muchas emisoras estaban fuera del aire. Otras, las que permanecieron en pie, daban las primeras noticias: El sismo tuvo una intensidad de 8.1 y comenzó a las 7:17 horas, aunque en la Ciudad de México se percibió a partir de las 7:19.
¿Y ahora qué hacemos?
Como si un director de cámara hubiera dicho “ACCIÓN”, regresó el movimiento y se terminó el silencio. La calzada se pobló de cientos de miles de personas que se quedaron sin transporte público ni sabían la magnitud de los daños.
Abrí las puertas de la camioneta y con unas 10 personas a bordo, me dirigí hacia el centro de la ciudad. Conforme nos fuimos moviendo, alcanzamos a ver la magnitud del desastre. Muchos edificios se habían venido abajo. Otros, como si hubieran sido movidos por una mano juguetona, se encontraban a la mitad de la calzada. Recuerdo que volteamos hacia arriba y encontramos muchos edificios de pie con los pisos más altos, completamente destruidos. Las cortinas ondeaban como velas de barcos fantasmas.
Nosotros viajábamos en silencio. Un viento suave empezó a disipar la nube de polvo y vimos el paisaje urbano destrozado por la naturaleza. En pleno centro, en un edificio colonial, una anciana con expresión de “ya lo he visto todo en esta vida”, fumaba en el balcón, mientras desde abajo le gritaban que saliera porque el edificio estaba a punto de venirse abajo.
La reacción del gobierno
Pasaban las horas y nadie desde el gobierno había tomado el control. La policía, los bomberos, la Cruz Roja, todos trataban de hacer su trabajo, pero no había un mando único, no había una cabeza visible. El Plan DN-III de las fuerzas armadas, consistía, decía la gente, en acordonar las calles y no permitir el paso.
Cuando por fin reaccionó el gobierno, el primer mensaje del presidente Miguel de la Madrid dejó a todos con la boca abierta. En conferencia de prensa dijo: “México tiene los suficientes recursos y unidos pueblo y gobierno, saldremos adelante. Agradecemos las buenas intenciones, pero somos autosuficientes”.
Ante la inoperancia del gobierno, como ahora, la sociedad civil se hizo presente.
A pesar de estar rodeados de miles de personas, nos encontrábamos completamente aislados. La radio era nuestro único medio para saber lo que estaba ocurriendo: Había colapsado Televisa, el Multifamiliar Juárez se había venido abajo y había cientos de personas atrapadas. El Hospital 20 de Noviembre estaba destruido y decenas de niños recién nacidos estaban sepultados. En Tlatelolco, el edificio Nuevo León, de 15 pisos y 288 departamentos se vino abajo con cientos de personas en su interior.
La tragedia nos empezaba a tocar de cerca. En Tlatelolco vivía la familia de mi exesposa así que empezamos a recorrer la ciudad nuevamente, ahora para tratar de saber cómo estaban.
Llegamos a la colonia Guerrero, a unas cuadras de Tlatelolco y nos encontramos con las calles cerradas.
Ahí fui testigo del despertar de la sociedad civil, del día en que la gente no esperó al gobierno y tomó el control en sus manos.
Conocida por la violencia de sus pandillas, la colonia Guerrero era algo así como el paraíso de los delincuentes, de “los chavos banda”. Pero mientras empezaba el pillaje en otras zonas de la ciudad, en la Guerrero, esos temidos “chavos banda” empezaron a vigilar, con armas en la mano, las calles de la colonia.
Vi entonces cómo esos ‘temidos’ delincuentes, organizaron a la gente y la colocaron en filas, mientras otros, con picos y palas, rompían el pavimento para romper la tubería y obtener agua potable.
La ciudad de pronto empezó a despertar y después de horas, las brigadas de jóvenes se movían por toda la ciudad, removiendo escombros, rescatando víctimas, transportando cadáveres al estadio de béisbol, que se había convertido en una gigantesca morgue.
No puedo evitar ver las similitudes. Hoy, igual que hace 32 años, la gente ha salido a las calles con un deseo enorme de ayudar, de ser solidarios, de rescatar vidas, lo mismo en una escuela, que en una fábrica y cada cuerpo arrebatado a la muerte es una victoria que se celebra con lágrimas.
Esa noche dormimos en Tlatelolco. Desde la ventana del apartamento en el tercer piso, se alcanzaban a ver las llamas del Hotel Regis y las explosiones que se sucedían una tras otra. Pero ya nada nos asustaba, lo único que queríamos era dormir y dar gracias de que estábamos vivos… pensábamos que la pesadilla había terminado… pero no fue así.
Las réplicas de los temblores se sucedían una detrás de otra, algunas imperceptibles, otras lo suficientemente fuertes como para recordarnos que nuestra vida era más frágil que un papel y que era necesario salir cuanto antes de Tlatelolco, porque los edificios podían venirse abajo en cualquier momento.
Cientos de personas desalojaron sus viviendas y bajaban con cuerdas sus pertenencias más valiosas. Como si fuera una película del realismo mágico, estufas, refrigeradores, televisores, bajaban lentamente desde los pisos más altos.
Eran alrededor de las 7 de la tarde, cuando se comenzaron a escuchar repicando las campanas de la Iglesia cercana. Era un sonido lúgubre, de luto. Entonces la tierra empezó a moverse de nuevo, ahora con una furia inusitada. El caos que no había terminado de irse, regresó en un instante. Una mujer hincada, pedía a Dios misericordia. Mi hija, sonriendo, y con las manos abiertas me decía: papi, papi, mira cómo bailo...
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