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Ante las políticas de asilo de EE.UU, muchos inmigrantes en la frontera optan por volver a sus países

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Cuando la semana pasada los funcionarios estadounidenses acompañaron a alrededor de 200 solicitantes de asilo al sur, al otro lado del puente de Texas, los inmigrantes se aferraron a los documentos de la corte, con planes de quedarse en México mientras sus casos avanzaban.

Pero sus esperanzas se desvanecieron tan pronto como vieron cómo lucía su hogar temporal: un estacionamiento lleno de basura, al borde del puente. La extensión de hormigón y sin árboles, encajada entre el río y un edificio de inmigración mexicano, ya estaba colmada por unos 250 retornados, algunos de los cuales habían estado allí durante 10 días.

Esto no fue lo que los funcionarios de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos les habían prometido en el marco del programa “Permanecer en México”, de la administración Trump. Diseñado para evitar que los peticionarios de ese beneficio eviten pasar por la corte y desaparezcan ilegalmente en territorio de Estados Unidos, el programa exige que esperen el resultado de sus casos en México y les permite cruzar con autorización para su audiencia judicial. La mayoría debe aguardar varios meses sólo para su primera audiencia, y pocos tienen acceso a abogados de inmigración en EE.UU.

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En el estacionamiento de Nuevo Laredo, mientras los funcionarios mexicanos iban y venían desde una oficina con aire acondicionado, los migrantes acampaban en camastros esparcidos entre sus automóviles. Algunos se acurrucaban debajo de una cochera de metal, compartían un baño maloliente y se bañaban con mangueras, al aire libre. Los niños jugaban con botellas de agua vacías y fragmentos de vidrio.

El migrante hondureño José Antonio Mancia Hernández no podía imaginar quedarse allí con su hijo de 10 meses, Dylan, hasta su próxima audiencia en la corte, el 20 de septiembre. “Es como una cosa psicológica que están haciendo, para tratar de hacernos volver a nuestros países”, afirmó.

“No nos dan seguridad, no podemos bañarnos, no tienen comida, nos tratan como perros”, añadió Claudia López Gálvez, de 37 años, quien huyó de Guatemala con su hija, de 16 años.

En los últimos cinco meses, Estados Unidos ha devuelto a más de 20.000 solicitantes de asilo a Tijuana, Mexicali, Juárez, Nuevo Laredo y Matamoros, según funcionarios mexicanos. Un análisis de los registros de la corte de inmigración realizado por el centro Transactional Records Access Clearinghouse, de la Universidad de Siracusa, mostró que a fines de junio se habían resuelto 1.155 casos de asilo de “permanecer en México” (sólo 14, o el 1.2%) con abogados. A ninguna persona se le había otorgado asilo, y 12.997 casos seguían pendientes.

No está claro cuántos solicitantes enviados a esperar en México abandonaron sus casos legales y regresaron a los países de los que huyeron. Un funcionario mexicano en el estado de Baja California estimó que aproximadamente la mitad se había ido a casa.

A lo largo de la frontera, en los últimos días, miles de migrantes se han enfrentado al mismo dilema. Muchos ahora sin dinero, o endeudados por sus viajes al norte, han decidido regresar. Algunos todavía planean seguir con sus casos de inmigración en Estados Unidos, pero bastantes más dijeron que sólo esperaban llegar a casa sin ser secuestrados o asesinados.

En ningún lugar es más preocupante la seguridad que en Nuevo Laredo, en el estado de Tamaulipas, donde 3.000 migrantes han sido devueltos a pesar de las advertencias emitidas por el Departamento de Estado de EE.UU en contra de viajar allí, debido a los secuestros y otros crímenes violentos, según José Martín Carmona, jefe del Instituto de Migrantes, del gobierno estatal.

La entrada al estacionamiento donde los migrantes esperaban, cerca del puente fronterizo, carece de seguridad armada. Todos estaban desesperados por comida; algunos niños rogaban a sus padres por un trago de agua.

La semana pasada, los seis refugios para migrantes oficiales de Nuevo Laredo estaban llenos, y no aceptaban a quienes regresaban de Estados Unidos, afirmó el reverendo Aarón Méndez Ruiz, quien dirige Casa Amar. El albergue, de 100 camas, hospeda a 160 individuos actualmente, aunque en los últimos meses aceptó aún más migrantes al permitirles dormir en el patio y en la calle cercana.

“En todas las ciudades fronterizas, esto es un problema”, remarcó Méndez Ruiz, para quien transportar a los migrantes al sur “es la única solución”.

Los vendedores, por su parte, se precipitaron hacia el lugar para ofrecer a los retornados varados en el estacionamiento cargadores de teléfonos celulares, pañales y ropa, entre otras cosas. Algunos mensajeros, que cobran una tarifa por recoger el dinero que los familiares envían a quienes esperan en Nuevo Laredo, a veces desaparecen con el efectivo. Algunas familias afirmaron que habían gastado $500 en cuatro días, únicamente en comida y agua.

Ningún médico o abogado visitó el sitio, el jueves pasado, aunque los funcionarios de inmigración convocaron a una ambulancia dos veces para los niños, que sufrían el calor de 104 grados.

La hija -de tres años de edad- de la hondureña Katherine Zavala, Brianna Ramos, tenía fiebre, pero la mujer temía llevarla al hospital. “Pregunté si podían llevarla allí”, comentó Zavala, de 23 años, sobre los funcionarios de inmigración mexicanos apostados en un edificio cercano. “Dijeron que podía arriesgar mi vida [al hacerlo]”.

Algunos migrantes detenidos, separados de niños, cónyuges y padres ancianos, se apresuraron a averiguar si ellos también habían sido devueltos a México y, de ser así, dónde. Una mujer colombiana con un niño pequeño descubrió que su hijo de 20 años también había sido devuelto a Matamoros, a más de 200 millas de distancia en automóvil.

La hondureña Inés Posas, de 27 años, afirmó que ser enviada aquí con su hijo autista, de siete años, parecía ”un castigo”. Y precisamente eso fue lo que un agente de la Patrulla Fronteriza le dijo que era, contó ella. La madre soltera esperaba reunirse con su padre, en Louisiana, o con su madre, en Carolina del Sur, pero ahora, comentó: “Sólo quiero volver a mi país”.

Los guardias de seguridad en el estacionamiento advirtieron que salir al exterior ponía a los migrantes en riesgo de ser secuestrados por los cárteles locales de drogas.

Los que habían viajado al norte con contrabandistas tenían “claves” -códigos para proporcionar a los miembros del cártel en caso de ser detenidos en la calle-, pero muchos habían cruzado al este de Nuevo Laredo, territorio de diferentes contrabandistas. Algunos inmigrantes afirmaron que habían visto cómo algunas personas eran secuestradas en el estacionamiento en los últimos días, incluidos dos cubanos que fueron retenidos por un rescate de $8.000. Algunos migrantes que fueron devueltos a México intentaron reingresar en EE. UU sin autorización, y murieron en el proceso.

El jueves, funcionarios mexicanos en Nuevo Laredo recuperaron el cuerpo de un hombre no identificado en Río Grande, cerca del puente donde los migrantes esperaban autobuses hacia el sur. El lunes, funcionarios en El Paso encontraron el cuerpo de Vilma Mendoza, de 20 años, una guatemalteca que había ingresado a Estados Unidos el 4 de julio. La mujer había sido devuelta a Juárez y se ahogó tratando de cruzar nuevamente.

Entre quienes esperaban en el estacionamiento había mujeres embarazadas y personas que todavía usaban brazaletes de hospital mientras estaban bajo custodia de la Patrulla Fronteriza. Su única alternativa: los autobuses contratados por el gobierno mexicano hacia Tapachula, Chiapas, en la frontera con Guatemala. Algunos de los migrantes preguntaban dónde estaba Chiapas en México.

“Nos dijeron que cruzáramos [el puente hacia México] y que ahí habría un refugio, que las condiciones eran mejores en ese lugar. Pero no es verdad; nada de eso es cierto. Es una mentira”, aseveró Miriam Orillana, de 33 años, quien huyó de El Salvador junto con su hijo discapacitado, Carlos, de cinco años de edad, con la esperanza de reunirse con su esposo en Nueva York.

Después de vivir en el estacionamiento durante una semana, mientras su hijo se volvía cada vez más paranoico, decidió tomar el primer autobús a Tapachula, el jueves pasado, pero aún planeaba regresar a la frontera para su cita en la corte prevista para el 29 de octubre.

Otros querían llegar a la ciudad industrial norteña de Monterrey, donde creen que podrían encontrar trabajo y mantenerse a flote mientras esperan sus audiencias de asilo. Pero los funcionarios de Nuevo Laredo dejaron de enviar autobuses gratuitos allí, la semana pasada. A los migrantes les dijeron que tendrían que pagar no sólo los boletos, sino también $1.200 cada uno para protegerse de los cárteles al salir del estacionamiento y llegar a la estación de autobuses local.

Patricia Paiz, de 43 años y sobreviviente de cáncer de mama, decidió enviar a su hijo de 14 años de regreso a Guatemala, con la familia de una amiga, mientras ella intenta llegar a Monterrey, encontrar empleo y presentar su caso de asilo. “Con Donald Trump, las cosas no cambiarán. Quizás después de las elecciones”, reflexionó. “Pero por ahora, no”.

Muchos más migrantes varados en Nuevo Laredo habían decidido renunciar al asilo y partir. “No quiero que me pase nada más”, aseguró Lili Verona, de 48 años, una inmigrante hondureña que vino al norte con la esperanza de reunirse con sus parientes en Los Ángeles o Miami.

Una madre soltera, Elisa Reyes, huyó de Honduras con su hija de 14 años y su hijo de ocho, para encontrarse con su familia en Los Ángeles, pero después de pasar 10 días viendo a sus hijos vomitar y temblar en la detención de la Patrulla Fronteriza, y todo un día en Nuevo Laredo sin comida, decidió marcharse en un autobús a Chiapas, en dirección a su casa. Para ella, el sistema de inmigración de Estados Unidos es “un engaño”.

En Tijuana, la semana pasada, Danny Mejía, de 35 años, también había decidido abandonar su caso de asilo antes de su primera audiencia, prevista para el 28 de octubre.

“Mi sueño se acabó”, expresó el migrante hondureño, mientras su esposa y su hijo de ocho años recibían agua y refrigerios a manos de voluntarios, en una carpa junto al cruce fronterizo. “No conocemos a nadie, no tenemos dinero, tampoco lugar para dormir. Lo único que podemos hacer es regresar a nuestro país”.

Según los directores de los refugios de Tijuana, alrededor del 40% de los migrantes habían decidido regresar a sus hogares en las últimas semanas. “Me siento como un centro de reciclaje”, consideró el reverendo Albert Rivera, quien dirige el refugio local de Ágape y ha estado ayudándoles a organizar viajes en autobús y vuelos a casa. “En el momento en que dejo a un grupo en la estación de autobuses, [las autoridades de] inmigración me vuelven a llamar para recoger nuevas personas”.

El jueves, en su refugio, los migrantes se inscribieron para tener vuelos gratuitos a sus países ofrecidos por la Organización Internacional para las Migraciones, de las Naciones Unidas (ONU). El grupo también brinda viajes en autobús gratuitos a los retornados en Juárez.

Juan Santos remarcó que, sin trabajo, no podía esperar su primera audiencia, prevista para el 17 de enero. Él y otros 30 inmigrantes aceptaron los vuelos de la ONU a Honduras, la próxima semana.

Las ciudades donde los solicitantes de asilo son devueltos por los funcionarios estadounidenses se encuentran entre las más peligrosas de México. Amnistía Internacional pidió que las autoridades mexicanas investiguen el tiroteo fatal a un padre migrante centroamericano, el miércoles, en la ciudad norteña de Saltillo.

En Nuevo Laredo, el trabajador agrícola hondureño Edin Santos Martínez, de 38 años, y su hijo de 15, afirmaron que vinieron al norte para reunirse con el hermano del primero, en Los Ángeles, pero que habían sido secuestrados dos veces en el camino. En el estado sureño de Veracruz, fueron retenidos durante tres días hasta que pagaron $6.000. Luego les ocurrió nuevamente durante una semana, en la frontera en Tamaulipas, hasta que pagaron $8.500. Todo ello, sumado a los $10.000 que Santos Martínez pagó a los contrabandistas. “Si algo nos sucede aquí, es responsabilidad del gobierno de allá”, dijo, señalando a Estados Unidos: “¿Qué más podemos hacer?”.

En la madrugada del viernes, mientras algunos migrantes esperaban los autobuses a Chiapas, se desplazaron hacia el Río Grande y se alejaron de la entrada del estacionamiento a medida que corrían rumores de que miembros del cártel de los Zetas estaban dando vueltas por allí, buscando objetivos. “Si valoras tu vida”, le dijo un guardia a una madre migrante colombiana, “aborda los autobuses”.

Pero las autoridades no detallaron cuándo llegarían los ómnibus. Los migrantes se acostaron cerca de donde colgaban su ropa para secar, en una cerca de eslabones con vista al otro lado del río, donde el gobierno de EE.UU construye carpas para procesar y escuchar más casos de “Permanecer en México”.

Cuando los autobuses finalmente llegaron a Nuevo Laredo, alrededor de la 1 a.m., casi 200 migrantes se apresuraron a hacer fila. Muchos sonreían, aliviados. Una mujer exclamó: “¡Gracias a Dios que nos podemos ir!”.

Eber Ramírez, de 42 años, se unió a la fila junto con su hija de 15 años, y su sobrina de 18. Habían esperado encontrarse con sus familiares, en Maryland y Virginia. Pero después de casi una semana de detención, Ramírez estaba cansado de la discriminación y convencido de que no podría mantenerse en México el tiempo suficiente para obtener asilo en Estados Unidos.

Así, regresaba a Guatemala, dijo, con un mensaje para su familia acerca de Estados Unidos: “No volver allí jamás”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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