El día en que Donald Trump le pidió consejos a un columnista
LOS ANGELES TIMES — Donald Trump se ha acercado a mí un poco más cada día, y no miento. Bueno, sí, estoy exagerando un poco, pero ¿y qué?
En cambio, de Hillary Clinton no he escuchado ni una palabra; ni un pío. Pero Trump quiere mi consejo acerca de cómo manejar el gran debate del lunes por la noche. “Amigo mío”, me escribió vía email el otro día, porque así de cercanos somos. “Estoy apelando a la gente que me ha subestimado y me ha colocado donde hoy me encuentro… Y tú… quiero que estés orgulloso”.
No sé cómo llegué a la lista de correo de Trump, pero créanme, estoy agradecido con él por enseñarnos que la realidad es negociable y la veracidad es una virtud perdida.
Qué alivio.
Estábamos casi en pañales cuando nuestros padres comenzaron a decirnos que no debíamos decir mentiras. Después, fuimos a la escuela y los maestros nos advertían que no hiciéramos trampas.
Vivir con una brújula moral puede ser estresante y agotador, y, al final, ¿qué se obtiene de ello? Los atletas que consumen esteroides prosperan. El fraude corporativo, que está siempre en los titulares, redunda en salarios y bonificaciones ridículamente enormes.
Y luego, está la elección, en la cual dos personas que tienen problemas para congeniar con el público estadounidense -incluido uno de ellos que ni siquiera finge intentarlo- están a punto de gobernar el mundo libre.
Es tiempo de que le digamos a nuestros hijos la verdad: está bien decir una mentira, e incluso mejor contar un montón de ellas.
Me siento liberado. Confíen en lo que digo, tal como diría Trump sin ironía. No me he sentido tan bien desde que me gradué con honores en Stanford y Harvard, gané medallas de oro en los Juegos Olímpicos en arquería y trineo, e inventé la computadora portátil.
¿Donald Trump está interesado en mi consejo?
Es muy simple. Aquí va: nunca, bajo ninguna circunstancia, diga la verdad acerca de nada.
Él debe ahora aferrarse a lo que funciona bien. Debe seguir diciendo que estuvo “totalmente en contra” de la guerra en Irak, aun cuando no lo estuvo. Tiene que seguir afirmando que vio a miles de musulmanes celebrar la destrucción de las torres del World Trade Center el 11 de Septiembre, a pesar de que no fue así. Debe seguir diciendo que fue Clinton quien comenzó el rumor de que el presidente Obama nació en Kenia, aunque ella no lo hizo.
Él tiene que mirarnos a todos a los ojos e insistir en que la tasa del desempleo podría ser tan alta como el 42%, que la delincuencia está en aumento, que no puede dar a conocer sus declaraciones de impuestos porque está siendo auditado y que contamos con más de 30 millones de inmigrantes ilegales en el país.
Todas estas son afirmaciones completamente delirantes, y están acompañadas todo el tiempo por cambios radicales. Pero no se puede discutir con los resultados, y cuanto más tiempo pasa Trump inventando cosas, menos disponibilidad tiene para dedicarse a temas políticos serios.
Vivimos en la era de la post-verdad en los Estados Unidos. No tengo dudas de que, en un día perfectamente soleado, a las 12 del mediodía, al 20% o 30% del electorado se le podría hacer creer que es medianoche, aunque sólo sea porque han caído en la madriguera del conejo.
En su correspondencia personal conmigo, Trump preguntó si podía tomar una encuesta en preparación para el debate, que lo ayude a manejar a Hillary. Claro, ¿por qué no?
Hice clic en la encuesta y una de las preguntas me llamó la atención. Trump quería saber si yo creo que “debe contrastar su actitud frontal con la lista constante de mentiras, corrupción y engaños de Hillary”.
Dos palabras, amigo: Absolutamente no. Clinton tuvo sus propios problemas con la verdad -la mayor mentira podría ser que sus comentarios públicos acerca de los problemas con el correo electrónico fueron respaldados por el director del FBI-, pero ¿para qué darle crédito?
PolitiFact, que lleva la cuenta de ello, dice que las declaraciones de Trump son verdad en un 4% de los casos, mientras que las de Clinton lo son en el 22%. Sus comentarios fueron clasificados como ‘mayormente verdaderos’ en un 11% de los casos, y los de Clinton en un 28%. Por otra parte, fueron ‘mayormente falsos’ un 17% de las veces, y los de Clinton un 15%; ‘falsos’ en un 35% (versus un 11% de Clinton) y ‘absolutamente falsos’ un 18% (versus un 2% de Clinton).
Por ello, Trump lleva la delantera en la carrera del engaño, y si alguien puede inventar cosas tan a menudo como para estar en una apretada carrera eleccionaria, ¿por qué no doblar la apuesta?
Lo comprobé con mis estudiantes de la Universidad Estatal de L.A. la semana pasada, quienes no estaban ni remotamente sorprendidos por el nivel de engaño de la campaña electoral.
“Los dos son mentirosos”, afirmó un estudiante. Otro alumno fue directo al corazón del tema y dijo que, para mucha gente, la verdad no viene al caso. “La gente cree en lo que piensa”, aseguró. Sí, y en la oscura galaxia de realidad digitalizada y opiniones chifladas, es fácil lograr que otra gente piense como uno.
Pamela Meyer, autora de “Liespotting: Proven Techniques to Detect Deception” (Técnicas para detectar el engaño), lo llama “un acto cooperativo”. Lo que quiere decir con ello es que una mentira no tiene poder, a menos que alguien la crea.
Todos engañamos, aseveró la experta, comenzando por el bebé que finge llorar para llamar la atención. Muy pronto, ese bebé crece e insiste en que no tuvo relaciones sexuales con esa mujer. “Desde hace tiempo vivimos una epidemia de engaño”, afirmó Meyer, “que, creo, está fuera de control”.
¿Alguna vez ha escuchado esa canción llamada “My Sweet Hunk o’ Trash”, de Louis Armstrong y Billie Holiday?
“Uno miente sobre su juventud”, canta Holiday.
Y Armstrong protesta: “Yo no miento, nena. Sólo soy descuidado con la verdad”.
Bueno, Sr. Trump, usted preguntó y yo respondí. Sea descuidado este lunes y a partir de ahora, amigo. Gracias a usted, ya no habrá debates. La verdad está sobrevalorada.
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Traducción: Valeria Agis