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Abigail, desde los 7 años en un vertedero con el sueño de aprender a leer

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“No sé leer de corrido, todavía me trabo tantito, pero le hago la lucha”, cuenta a Efe Abigail Olvera, quien lleva desde los 7 años, cuando quedó huérfana de padre y tuvo que abandonar la escuela, trabajando en vertederos mexicanos.

Cubierta con una gorra y un jersey con capucha, con la piel marcada por el sol, una sonrisa medio rota y aparentando más de los 33 años que tiene, hoy se emplea en el basurero de Neza III, en el municipio de Nezahualcóyotl del Estado de México.

En este enorme espacio de 30 hectáreas, que recibe 1.200 toneladas diarias de residuos urbanos, esta madre de tres hijos forma parte del grupo encargado de separar la basura orgánica.

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Se les llama “voluntarios” y no forman parte de ninguna de las uniones de recolectores que son fundamentales para el funcionamiento de este basurero en el que trabajan centenares de personas.

“Los camiones vienen, dejan su basura orgánica y nos dan lo que sea su voluntad”, resume Abigail, que recibe unos pocos pesos (centavos de dólar) por cada descarga, que luego amontona en grandes pilas para que los desechos fermenten hasta hacerlos abono, dentro de un programa del ayuntamiento para fomentar la separación de orgánicos.

Casi todos los que trabajan en esta área son familia. Sin sueldo fijo, Abigail y su marido, que también se emplea como pepenador (recolector) pero no en el Neza III, ganan unos 500 pesos (unos 27 dólares) a la semana.

La historia de Abigail refleja las dificultades del México más depauperado; un total de 11,4 millones de personas -el 9,5 % de la población en 2014- que, de acuerdo con cifras oficiales, vive en la extrema pobreza, batallando cada día para llevarse un pedazo de tortilla a la boca.

“Me gustaría que mis hijos estudiaran, que fueran alguien en la vida, de aquí yo estoy sacando para los estudios de ellos, porque ellos estudian. Quiero que se superen para que al rato la familia que tengan no se vea en la misma situación que nosotros”, remarca.

De pequeña, Abigail se desvivía por el colegio y los libros. Al hablar de su etapa escolar le cambia hasta el tono de voz y se le ilumina la cara, y es que recuerda perfectamente la última vez que fue a clase.

“La maestra me empezaba a unir las letras y de ahí me solté a leer. Las fui uniendo y cuando salía a la calle leía un anuncio, un libro”, presume.

Pero a los siete años se vio empujada a abandonar la escuela cuando su padre falleció y su madre se juntó con otro hombre que jamás les “trató como hijos propios”.

“Sufrimos mucho de niños”, narra esta mujer, un reflejo de la extrema vulnerabilidad en la que viven y crecen cientos de miles en México.

Desamparados, ella y sus hermanos se pusieron a trabajar, y encontraron en varios vertederos del Estado de México su fuente de subsistencia. “Hemos crecido trabajando en esto”, cuenta Abigail tras un cuarto de siglo recolectando basura.

Hoy tiene dificultades para unir las letras de un texto. “Quiero aprender a leer bien”, asegura.

No obstante, antepone las necesidades de sus hijos a sus propios deseos, como si a los 33 años fuera demasiado tarde para ella: “Mi sueño fue terminar la escuela y que yo hubiera podido tener una carrera para ayudar a mi mamá cuando vivía”.

“Ahora mi sueño es que mis hijos estudien. A veces pienso, a lo mejor no es tarde para mí, pero es mejor ponerle la atención a mis hijos”, añade.

Como la mayoría de sus compañeros, la dureza de lo cotidiano la ha alejado incluso de las aspiraciones más mundanas.

“¿Y si pudiera regalarse un capricho, cuál sería?”, se le pregunta. “No tengo una idea de algo...”, dice encogiéndose de hombros.

Con todo, el agotador trabajo en este vertedero al aire libre no parece haber hecho mella en su positivo espíritu.

“Es cansado porque hay que estar agachado, separando y apilando la basura”, pero “es entretenido a la vez, porque estamos los compañeros de trabajo en la plática (charla), la convivencia, y se nos hace más fácil”.

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