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El extraordinario viaje de los cubanos que se quedaron varados en Serbia tratando de entrar a la Unión Europea

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Cuando Jenly Herrera salió de La Habana tenía una idea vaga de la ruta que lo iba a llevar a Europa: primero Moscú, después Montenegro y de allí a Serbia, desde donde daría el salto a la Unión Europea.

Su viaje dura ya más de un año. Y la posibilidad de entrar en la UE parece cada vez más lejana.

Como él, son decenas -quizá cientos- los cubanos que emprenden un viaje que los lleva a saltar de país en país, ahí donde les está permitido viajar sin necesidad de visado, solo con su pasaporte en regla.

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En Serbia, se unen a los miles de migrantes que esperan una oportunidad para entrar en Hungría, Croacia, Bulgaria o Rumania, los países miembros de la UE fronterizos.

La ruta de los Balcanes occidentales sigue siendo la puerta de entrada lógica a Europa para los más de 6.300 migrantes, la mayoría afganos, iraquíes, paquistaníes y sirios que quedaron “atrapados” en Serbia tras el cierre de las fronteras de Hungría y Croacia en septiembre de 2015 y el acuerdo entre Turquía y la UE en marzo de 2016, que clausuró esa vía de entrada.

El periplo de los cubanos, en cambio, puede parecer insólito. Pero no lo es.

Su trayecto responde en parte a una “reliquia” histórica.

Es cierto que la mayoría sigue eligiendo Estados Unidos como destino principal, pero tanto la antigua Unión Soviética como la ex Yugoslavia fueron aliados de Cuba. Años después, Rusia, Serbia y Montenegro, herederos de esos Estados socialistas, mantienen las puertas abiertas para los viajeros procedentes del país caribeño.

Quienes recorren ese itinerario se convierten -en muchos casos de forma inconsciente debido a la desinformación a la hora de la partida- en parte del mayor movimiento de población en Europa desde la II Guerra Mundial.

Pero no es fácil que los números reflejen fielmente la cantidad real de estos migrantes -de cualquier origen- ni las condiciones en que se encuentran.

Mientras que algunos se inscriben como potenciales demandantes de asilo, solo una minoría llega a solicitarlo formalmente. Otros muchos nunca se registran.

En lo que llevamos de 2017, más de 3.200 personas se han anotado, según ACNUR, como potenciales demandantes de asilo en Serbia. 18 fueron cubanas, la única nacionalidad latinoamericana presente en la lista.

¿Qué los lleva a elegir esta ruta? ¿Cómo es su viaje? ¿Y en qué situación se encuentran en Serbia?

I. Los cubanos de Krnjaca

Apenas un kilómetro de carretera polvorienta a través de campos abandonados y montones de basura separa la autopista del Centro para Refugiados de Krnjaca, uno de los mayores de Serbia.

En el momento de la visita de BBC Mundo, en los barracones de este antiguo cuartel militar residen seis cubanos, entre ellos Jenly Herrera y su pareja, Leandro.

Ambos son portadores de VIH y antes de emprender su viaje vivían en Centro Habana. “Detrás del Capitolio, a una cuadra de la fábrica de Partagás”, puntualiza Jenly.

Moreno, cabeza rapada coronada por una cresta de pelo negro rizado y con un aro en cada oreja, su imagen contrasta con la del resto de residentes del centro, la mayoría afganos.

Me dice que salieron de Cuba “hartos de tanta represión contra los gays y los disidentes” con destino a “cualquier lugar de la UE”.

“Soy enfermero y en el momento en que decía que era paciente VIH buscaban una razón para despedirme. Tenía que estar callado todo el tiempo sin decirlo”, afirma.

Pero su viaje se frenó en seco en Subotica, el paso fronterizo de Serbia que en aquel momento era una de las puertas de entrada a Hungría.

“Caminamos kilómetros y kilómetros y cuando llegamos a la frontera y cruzamos, los policías húngaros se tiraron con ametralladoras para arriba de nosotros.

Saqué el pasaporte y dije: ¡Cuba! Pero nos cayeron a golpes. A golpe vivo.Y a mi pareja más. Con él se ensañaron más que conmigo. Y nos dijeron: ahora para Serbia. Nos tiraron las bolsas y todo lo que llevábamos a un río de lodo”, relata en un sencillo cuarto de paredes desnudas en la barraca de las oficinas de Krnjaca.

De eso hace ya un año y un mes. En ese tiempo, Jenly y Leandro pidieron asilo en Serbia.

“Le dije a mi pareja: yo no lo voy a intentar más. Ni en Hungría, ni en Rumania, ni en Croacia. Me quedo aquí y que sea lo que Dios quiera, cuenta.

Después de que les denegaran la primera entrevista, apelaron y, tras una demora de ocho meses, el 14 de julio les informaron que su solicitud había sido rechazada definitivamente.

A la espera del consejo de su abogado, Jenly dice sentir miedo ante la posibilidad de tener que regresar a Cuba. Con su situación en el aire, la única opción, afirma, es seguir en Krnjaca.

“El principal problema para muchos de los cubanos es que llegaron a Serbia, no directamente desde Cuba, sino a través de otro país. Desde Montenegro sobre todo, y Serbia considera a Montenegro como un país seguro. Es difícil para nosotros como abogados el argumentar contra la asunción de que Montenegro es un país seguro”, le explica a BBC Mundo Nikola Kovacevic, abogado del Centro de Derechos Humanos de Belgrado, una ONG que facilita asistencia legal gratuita a los migrantes.

En 2016, de los diez cubanos que solicitaron el estatus de refugiado en Serbia, cuatro lo obtuvieron. La lentitud de este proceso es una de las principales críticas que ACNUR le hace al gobierno serbio.

“En Serbia, el año pasado, solo 23 personas recibieron el estatus de refugiado. Este año, ninguno y estamos ya en julio. Es demasiado lento”, le dice a BBC Mundo Mirjana Ivanovic-Milenkovski, portavoz de ACNUR en Serbia.

En Krnjaca, Jenly y Leandro comparten una habitación con cuatro literas con otro cubano. En los barrotes y las escaleras de las camas hay ropa tendida y huele a limpio.

Con cierta nostalgia, Jenly muestra la foto de su carnet de identidad cubano. Se la tomó antes de cortarse el pelo en Krnjaca.

Cada hueco de este espacio escaso está aprovechado: sobre una pequeña estantería, tres móviles conviven con los productos de aseo de tres personas. Bajo la mesa de escritorio, varias maletas, un recordatorio de que el viaje no ha terminado.

En esos diez metros cuadrados, Jenly pasa la mayor parte de su día. Fuera, dice, sufre intimidaciones por parte de otros residentes.

“Trancado en mi cuarto las 24 horas. Mi pareja ha intentado suicidarse dos veces. Al principio nos escupían en la puerta. Gargajos todo el tiempo. Y se pasan la noche entera tocándonos a la puerta para que no durmamos, como para molestarte y que te vayas de aquí, cuenta.

Krnjaca alberga hoy a cerca de 1.000 migrantes. Casi la mitad son niños. Algunas familias llevan aquí más de dos años.

“Los residentes reciben tres comidas diarias, techo y asistencia médica. Entre las 8 de la mañana y las 10 de la noche pueden entrar y salir libremente”, dice Marko Opacic, coordinador del centro que, como los otros 17 del país está gestionado por el Comisariado Serbio para los Refugiados.

Belgrado, la capital serbia, está a unos 15 minutos en bus: lo suficientemente cerca como para poder desplazarse cada día. Lo bastante lejos como para que uno de los mayores centros de acogida de refugiados del país funcione como un ente autónomo, casi como un pueblo aparte.

II. Adasevci, el “motel yugoslavo”

El Motel Adasevci -un edificio de ladrillo amarillo y aspecto desolado en la autopista que une Belgrado y Zagreb- vivió sus días de esplendor en tiempos de la antigua Yugoslavia, antes de que la guerra entre Serbia y Croacia a principios de los 90 obligara a abandonarlo.

Hoy, sus oficinas, comedores y salas de recreo son un centro para refugiados donde se alojan casi 1.000 personas. Su capacidad oficial es de 450.

Adasevci parece varado en tierra de nadie. Lo rodean campos infinitos de maíz, girasoles y manchas de bosque.

Sid, el pueblo más cercano, está a 15 kilómetros.

Para muchos, este es un punto de tránsito donde recuperar fuerzas a un paso de la frontera. Y donde esperar.

Detrás del motel se instalaron grandes carpas blancas con alrededor de 40 literas dobles cada una. En estos galpones de plástico viven los solteros. Bajo un sol de justicia y con más de 30 grados en el exterior, el calor dentro es asfixiante.

Las destartaladas habitaciones del edificio principal albergan a las familias.

En una de ellas residen desde hace 10 meses Tania Pérez Mederos y su esposo Roberto Luis Beltrán con sus hijos de 13 y 10 años. Conviven en el mismo espacio con otra hija de Tania, embarazada de 9 meses, su esposo y su hijo. Siete en total.

Cuatro camas componen el parco mobiliario de la estancia. Dibujos de los niños y fotos de la familia en Cuba, pegadas con curitas, dan un punto de hogar a las paredes lisas.

Tania y Roberto Luis tuvieron una dulcería por cuenta propia en La Habana.

“Los inspectores en Cuba ven que tú te estás buscando tu dinero y ellos también quieren su parte. El último viaje les dije que no les iba a pagar más. Y le dije a mi esposa: vamos a vender la casa y a sacar pasaje para Rusia”, indica Roberto Luis.

Una vez en Moscú, “ya con internet”, la familia siguió hasta Serbia.

“No sabíamos cómo estaba la situación aquí con el tema de los inmigrantes. En esa página no me metí. Miré el mapa nada más”, confiesa.

Roberto Luis asegura que no intentaron cruzar a la UE de forma ilegal: al ver la valla y escuchar los perros en la frontera de Hungría temió por la seguridad de sus hijos y prefirió no arriesgarse.

Pidieron asilo en Serbia y se apuntaron a la lista a partir de la cual Hungría va llamando a unas 50 personas por semana. Esa estrecha rendija es prácticamente la única esperanza de entrar legalmente en la UE.

Cuando le preguntamos si se arrepintió de salir de Cuba, la respuesta de Roberto Luis, como la de todos los entrevistados para este reportaje, es rotunda:

“Para Cuba no volvemos. No nos arrepentimos. Sabemos que después de todo esto va a venir algo bueno”.

III. Sid, la última gran escala

En los alrededores de la estación de tren de Sid -la última parada serbia de una línea de ferrocarril que une Belgrado con Zagreb, la capital de Croacia- el español con acento cubano se mezcla con el farsi, el pashto o el árabe.

Mairovis Valoria -pantalón corto, camiseta de tirantes, gafas de sol- espera en la ciudad fronteriza una nueva oportunidad para tratar de cruzar a la UE. El éxito reciente de tres compañeros la anima a seguir.

Sid, una ciudad agrícola de poco más de 14.000 habitantes a escasos cinco kilómetros de Croacia, es vista por muchos migrantes como la última escala de su viaje en Serbia.

Cuando habla, Mairovis ríe. Y las dos cosas -hablar y reír- las hace a todas horas desde que se despierta.

“Me levanto y estoy de buen humor. Es un don, ¿qué voy a hacer, llorar? Yo creo que me ayuda a caer bien a la gente”, dice.

Mairovis no solicitó asilo en Serbia, ni siquiera se inscribió en un centro para refugiados.

Oriunda de la Isla de la Juventud, salió de Cuba hace un año cansada, dice, de “las políticas del régimen castrista de y de políticos corruptos”.

“En lo económico no tengo ningún problema porque la mayoría de mi familia está fuera de Cuba”, apostilla.

En la isla dejó a su hija y a su esposo con la intención de ir a Barcelona, donde tiene una tía.

Tras pasar por Moscú, voló a Montenegro y desde allí, cuenta, trató sin éxito de cruzar a pie a Croacia por los montes de Bosnia Herzegovina. Después, también a pie, entró en Serbia siguiendo las vías del tren y a través del bosque.

Desde Sid ha intentado varias veces entrar en la UE. Señala uno de los trenes de mercancías detenidos en la estación: “En esos nos vamos”.

Algunas personas cruzan dentro de los vagones, explica, otros agarrados a la base.

Relata que en un intento junto a otros cubanos, después de horas de caminata, en la noche fueron descubiertos por un helicóptero croata.

“Las luces eran como de un estadio. Allí nos ves a los cubanos, con las manos levantadas. Parecía aquello una película de cine”, recuerda entre risas.

Asegura que ni ella y ni sus compañeros fueron maltratados por la policía croata. “En cuanto decimos que somos cubanos cambia todo”, apunta.

Otros entrevistados para este reportaje también hablan de una actitud “diferente” hacia los cubanos. No es fácil saber los motivos.

“Les creo, a la gente aquí le gusta Cuba. Se siente más cerca de los cubanos”, sugiere Mirjana Ivanovic-Milenkovski, portavoz de ACNUR.

A diferencia de los migrantes de otras nacionalidades, que en muchos casos viajan sin documentación, la mayoría de los cubanos lleva consigo su pasaporte y oficialmente entraron en el país como turistas.

“Yo creo que es porque nos comportamos cuando nos paran y no corremos ni hacemos nada para que nos golpeen”, sentencia pragmática Mairovis.

Muchos de los compañeros de viaje de los cubanos no corren la misma suerte.

IV. La fábrica de los refugiados

Una hilera de adolescentes afganos recorre unas vías de tren en desuso cerca de Sid, flanqueadas por una vieja línea de teléfonos a la que le falta el cable. La maleza invade el espacio entre los raíles.

En un punto, los jóvenes se desvían y toman una senda casi invisible a través de los matorrales. Al otro lado, un campo de frijoles perfectamente alineados y, más allá, las naves de una fábrica abandonada.

Entre esas ruinas -y en los campos y bosques cercanos- decenas de chicos, muchos menores, pasan los días y los meses a la espera un nuevo intento de llegar a Croacia.

Es mediodía y regresan de recibir el desayuno que cada día reparte la asociación No Name Kitchen en un camino cercano: un huevo duro, un trozo de pan, fruta y un yogur que han comido junto a un maizal. La furgoneta de este grupo compuesto mayoritariamente por voluntarios españoles distribuye unas 200 cenas y desayunos diarios.

La mayoría de los moradores en tránsito de esta fábrica semiderruida son afganos y paquistaníes. Aquí no suele haber cubanos, cuyo presupuesto, normalmente, les permite compartir habitaciones en hostales.

La situación de estos jóvenes fuera del sistema de centros para refugiados es quizá la más vulnerable de todos los migrantes que atraviesan Serbia.

El suelo de la fábrica está cubierto de cristales y escombros. En algunas estancias, el techo hundido deja ver el cielo a través del esqueleto de la cubierta. En una de ellas hay ropa tendida.

En la que debió ser la nave principal de la factoría, un grupo de voluntarios alemanes aparcó una furgoneta con duchas portátiles y bidones de agua. De una de sus puertas cuelga un mapa de Europa. Una herramienta de orientación básica.

Este instante a media mañana es el momento que los jóvenes aprovechan paralavarse, afeitarse y cortarse el pelo. También para jugar con algunos de los voluntarios y recibir clases de idiomas.

Dentro de la fábrica, en una zona donde el techo se conserva, un doctor y una intérprete de Médicos Sin Fronteras que acude una vez a la semana, provee de atención sanitaria básica a los migrantes.

Sentado en un murete, un joven con chanclas azules lleva la pierna derecha vendada. La herida, cuenta, se la hizo la noche anterior al tratar de saltar una pared. “Vino la policía y huimos a los campos”, dice este afgano que prefiere no mostrar su rostro ni dar su nombre.

La mayoría de estas personas están indocumentadas y las operaciones policiales -que suelen acabar con detenciones y traslados a centros de refugiados- suceden con frecuencia.

Los testimonios de abusos y golpizas en la frontera son constantes.

En 2015, después de que Hungría cerró sus fronteras, decenas de miles de personas buscaron en Sid una vía para seguir su camino a través de Croacia.

Hoy -con esa frontera también cerrada- el número de migrantes de paso aquí es quizá de unos pocos cientos.

Intentan cruzar la frontera una y otra vez guiados por traficantes o smugglers, como los llaman ellos. En otras tantas ocasiones son expulsados por la policía croata.

Entre los migrantes, a ese toma y daca le llaman “the game”, el juego en inglés.

Nizar -pelo corto, ojos negros y con una sombra de barba incipiente sobre su cara de niño- asegura haber “jugado” -y perdido- en repetidas ocasiones.

En Hungría, cuenta, recibió descargas eléctricas y le lanzaron spray a los ojos. El relato de este afgano de 15 años no es excepción.

Afirma -como Mairovis y otros de sus compañeros- que volverá a intentarlo.

Pese a todo llegar a la EU sigue siendo la gran meta.

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