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¿Por qué Argentina no ha podido resolver sus mayores tragedias y crímenes en democracia?

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Los jueces federales argentinos son gente famosa. No necesitan introducción, hablan con la prensa y, muchas veces, tienen una suerte de filiación política. Que no es declarada, pero evidente.

Para explicar el vínculo de la justicia y la política muchos argentinos recuerdan “la servilleta de Corach”, aquel papelillo en el que un ministro le informaba a otro losjueces que estaban del lado del Ejecutivo.

Era 1996. Gobernaba Carlos Menem. Uno de los ministros era Carlos Corach y el otro, Domingo Cavallo, quien luego de renunciar en contra de la voluntad del presidente fue procesado por contrabando, corrupción y fraude, entre otros, y denunció –como quien cuenta un detalle– la anécdota de la servilleta.

“Y así estamos todavía”, suelen concluir quienes relatan el cuento.

La desconfianza en el sistema judicial tiene al menos un par de décadas, y se replica en toda América Latina, pero en los últimos días en Argentina ha vuelto a florecer a la luz de varios casos de carga política irresueltos.

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La desaparición de Santiago Maldonado, un artesano de 28 años que fue visto por última vez en una protesta de indígenas mapuches el 1 de agosto, se dio en plena campaña electoral, generó una crisis política y ha dado con una ola de manifestaciones por la supuesta implicación de la Gendarmería, que dispersó la protesta. El caso, cada vez más enrevesado, tiene nuevo juez desde la semana pasada.

Pero antes de eso fue la misteriosa muerte del fiscal Alberto Nisman, quien de por sí investigaba otro acertijo histórico argentino: el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) que dejó 85 muertos en 1994.

Ambos son casos pendientes. Sin detenidos. Sin versión oficial.

Y pasa con muchos otros, como la responsabilidad del gobierno en un choque de trenes (caso Once), o la implicación del alcalde en el incendio de una discoteca (caso Cromañón), o la culpabilidad de un joven en la muerte de 3 personas atropelladas (caso Pompeya).

Casos del pasado, unos más grandes que otros. Pero todos vigentes, bajo la etiqueta de tragedia y presentes en la conversación cotidiana.

“No hemos saldado nuestra deuda con la justicia”, le decía a BBC Mundo un funcionario del ministerio de Justicia.

Argentina tiene una profunda tradición de mirar al pasado. El trabajo de memoria y no repetición que hizo el país tras el sangriento régimen militar de los 70 y 80 es visto como un ejemplo a seguir en países con conflicto y dejó un vasto legado de derechos en el país.

Pero muchos acá creen que ni eso (por ejemplo: si los desaparecidos por la Junta Militar fueron 9.000 o 30.000) está saldado. Resuelto por la justicia. Y para la muestra está la reciente polémica por un fallo que buscaba rebajar la pena de los represores militares, finalmente archivada tras la presión pública.

Mala percepción

Ahora bien: ¿qué tan grave es la situación de la justicia argentina comparada a otros países?

Es difícil saberlo, porque no hay estadísticas estandarizadas de la región. La única forma de tener una idea, dicen los expertos, es ver los estudios de percepción.

Uno es el reporte de competitividad del Foro Económico Mundial, basado en la opinión de gerentes de compañías radicadas en cada país, que en su sección sobre justicia pone a Argentina en el puesto 113 entre 137 países.

Otro informe que se cita es el World Justice Project, una organización independiente con base en Washington que usa la opinión de ciudadanos, expertos y operadores: aquí la justicia argentina está de 51 entre 113 países y de 14 entre 30 naciones de la región. Los aspectos en los que peor le va son eficiencia, politización y aplicación de la justicia.

En el Doing Business, un estudio del Banco Mundial que usa la mirada de abogados, Argentina está por encima del promedio regional en la sección de justicia, basada en demandas por incumplimiento de contratos.

Según el informe, en Argentina se toma 590 días para entablar una demanda.

Pero en ningún estudio internacional a la justicia argentina le va tan mal como en las encuestas locales, donde suele ser una de las instituciones con peor reputación junto a la policía, los sindicatos y los partidos políticos.

Hace dos semanas, la firma porteña Management & Fit reportó que el poder judicial es la institución con menos confianza entre los argentinos, una percepción que ha empeorado en los últimos años.

Y, según Poliarquía, otra encuestadora local, el 80% de los argentinos dice vivir al margen de la ley y el 43% aseguran estar dispuestos a violarla. Con una razón: porque el sistema judicial -dice el 33%- “no funciona”.

Un sistema penal de la Colonia

Pero entonces: ¿por qué la justicia argentina es tan deficiente?

El problema que más se menciona es que Argentina ¬es de los pocos países donde aún funciona el sistema penal heredado de los españoles.

“Un expediente de hoy es exactamente igual a un expediente de 1835”, le dice a BBC Mundo el actual ministro de Justicia, Germán Garavano.

“Tenemos una justicia enfocada en el formalismo del proceso por el proceso mismo, y no una enfocada en investigar y resolver; acá no importa la verdad y la investigación, sino las formas”, explicó el funcionario, que viene del mundo académico y corporativo.

Un sistema judicial antiguo en un país federal con múltiples y arraigados y corruptos poderes y sistemas judiciales locales es el antídoto a la eficiencia y la rapidez, coinciden los expertos.

El 60% de los reclusos en prisiones de la provincia de Buenos Aires, la más poblada y problemática del país, están bajo prisión preventiva, según cifras oficiales. El promedio de ellos dura 4 años detenidos sin condena y un 25% resulta luego inocente.

Renzo Lavin, codirector de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, explica que la ONG ha encontrado en sus análisis sobre acceso a la justicia que los argentinos tienen una relación muy distante con el sistema: “El juez nunca se cruza con las partes, no se habla el lenguaje del ciudadano, la gente prefiere antes que la ley buscar otras maneras de resolver los conflictos”.

Aunque han habido varias iniciativas, Argentina no ha podido poner en marcha un código procesal penal a nivel nacional.

Y para los analistas eso tiene que ver, al menos en parte, con una resistencia de los jueces, que con una reforma de esta índole perderían poder, porque las investigaciones pasarían a manos de los fiscales, como ocurre en la mayoría de sistemas.

Desde el gobierno de Menem

La otra razón por la que, según especialistas, los casos graves no se resuelven tiene que ver con la politización de los juzgados, como revela “la servilleta de Corach”.

Los análisis que se han hecho sobre las decisiones judiciales contra los últimos seis gobiernos muestran que solo se investiga o se sentencia hacia el final de los mandatos.

La sabiduría popular argentina dice que una de las estrategias de los abogados, sobre en todo en casos de carga política, es dilatar los juicios por décadas hasta que se extingue el delito por el paso del tiempo (se prescribe) y el acusado debe salir en libertad.

¿Querés comprar algo barato? Comprate un juez argentino”, me dijo un taxista hace unos días.

De los cientos de casos de corrupción que se han investigado en los últimos 20 años solo cinco tienen condena firme.

“Durante el gobierno de Menem los jueces pedían favores (dinero, viajes al exterior, puestos) al Ejecutivo a cambio de no investigar”, asegura Román Lejtman, periodista judicial de larga trayectoria y autor de varios libros sobre el tema.

“Antes nuestros problemas eran los de cualquier país, pero con Menem eso cambió y luego con Néstor y Cristina (Kirchner) se profundizó, porque involucraron también a la Inteligencia”, añade.

Casi al día siguiente de que terminó el gobierno de Cristina Fernández Kirchner los jueces federales reactivaron las causas de corrupción en su contra.

“No es necesariamente porque apoyen a Macri o haya una persecución política (como dice ella), sino que los jueces entienden el poder y entienden la política”, dice Lejtman.

“No es que no haya evidencia ni que no se investigue, es que los tiempos de la justicia se manipulan dependiendo del escenario político”, concluye.

Al sistema político inquisitivo y a la politización de la justicia los analistas añaden otros problemas, como la manera como se escogen los funcionarios judiciales (“a dedo”) o que después del gobierno militar las fuerzas de seguridad quedaron sin incentivos ni capacidad para investigar.

“Nosotros (el gobierno) vamos a intentar cambiar este problema, que es muy estructural, muy de fondo, pero entendemos que va a tomar tiempo”, asegura el ministro Garavano, cuyo plan de gobierno, precisamente, se llama Justicia 2020 y contempla reformas en lo penal (para evitar la lentitud) y lo institucional (para prevenir la corrupción), entre otras.

Seis de las 14 leyes de Justicia 2020 ya están en vigor, pero los cambios, añade Garavano, “los empezaremos a ver en unos 5 años”.

Mientras tanto, las causas que conmocionan a Argentina seguirán sin versión oficial: inundadas en un mar de versiones, documentales, libros e interpretaciones; enfrascadas en una discusión pública, cotidiana e interminable sobre las pruebas, los actores y, más que nada, la política.

Volvamos al ejemplo de Menem, cuyo gobierno se ve como el origen de esta justicia desprestigiada.

El riojano de 86 años fue declarado culpable de contrabando de armas y ha sido condenado a 7 años de cárcel, pero está libre, lleva dos periodos de senador y es candidato por tercera vez.

Según las encuestas, lo más probable es que gane. Han pasado 22 años del inicio de la causa y el exmandatario aún no agota las instancias de apelación. Mientras no se sabe si es del todo culpable, Menem sigue siendo político.

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