Un lobo cazador de liebres llamado Felipe “Tibio” Muñoz
México — A 25 metros de la meta en la final de 200 estilo pecho de los Juegos Olímpicos de México 1968, el nadador mexicano Felipe Muñoz tuvo una revelación según la cual era un lobo cazador de liebres; entonces aceleró y ganó la medalla de oro.
“El entrenador estadounidense Ronald Johnson me había recordado que yo no era rápido y debía nadar desde atrás, como si el campeón mundial Vladimir Kosinsky fuera una liebre y yo el cazador. Me dolía todo. Yo me repetí, no puedo más pero estoy a punto de alcanzar a mi presa, y así lo rebasé”, recordó Muñoz en entrevista a Efe.
El lunes 21 de octubre, en la semifinal, el mexicano fue el único de los favoritos que nadó sin rasurarse las piernas. Pasó a finales con el mejor tiempo entre los concursantes y entonces aceptó depilarse porque eso le permitía deslizarse mejor en el agua y quería sentir esa sensación solo en la final.
“Fue idea de Johnson, me dijo que con mi nivel yo estaba seguro en la final y mejor me afeitara para la disputa de las medallas. Me pronosticó que ese martes iba a vivir el mejor día de mi vida deportiva y me lo creí”, contó.
Seis años antes el niño Felipe, a quien habían apodado “Tibio” por sus protestas con la temperatura del agua de las albercas, había ganado el cuarto lugar en una competencia infantil y con eso el boleto para competir en Texas. Su primera reacción fue correr a su casa para confesarle a su madre, Areti Kapamas, que sabía cómo ganar medalla de oro en los Juegos Olímpicos y lo iba a intentar cuando tuviera 17 y su país fuera sede de la justa.
“Ella me miró raro y me dijo, sí cómo no. Desde entonces me imaginé con un traje con los colores verde, blanco y rojo de la bandera México, en el carril cuatro al lado del campeón ruso y del campeón estadounidense. Era mi sueño, lo visualicé y se cumplió de manera exacta”, reveló.
El día que le cambió la vida Felipe desayunó huevos y frutas y luego se fue a jugar al tenis de mesa en la Villa Olímpica, donde perdió un par de partidos con su compañero de equipo Luis Acosta. Por la tarde el entrenador fue a buscarle y se marcharon al club Libanés, cerca de la piscina olímpica, y allí hicieron el calentamiento.
“En ese sitio el agua estaba más caliente y nosotros nos quedamos más aislados. Fuimos al lugar de la competencia y Johnson me recordó que debía nadar con parciales negativos, la segunda mitad más veloz. Asumí sus indicaciones y me fui al purgatorio, como le llamaban a la sala donde se reunían los nadadores antes de competir”, explicó.
Muñoz revisa el disco duro de su memoria y cuenta la escaramuza en el vestuario entre el ruso Evgueny Mikhailov y el estadounidense Philip Long en tiempos de la Guerra Fría. El europeo apagó el televisor que transmitía las competencias y Long lo encendió y lo inclinó para verlo él solo.
“El campeón Kosinsky estaba en una esquina con una toalla en la cabeza y Job caminaba de un lado para otro. Llegó la hora de salir y lo hicimos en fila, según los carriles”, recordó.
El minuto antes de saltar al agua, Felipe fue presa de temblores y escalofríos. El estadio aullaba en favor del mexicano y eso lo descolocó, pero en un momento logró desconectarse, llenó lo pulmones de aire y redujo su mundo a ocho seres humanos, los encaramados en unos bloques de salida recién construidos.
“Tengo todo en la mente como si hubiera ocurrido ayer. El ruso se fue delante como estaba previsto, yo debía alcanzarlo al llegar a los 150 metros pero no se dejó, entonces me repetí lo del lobo y la liebre y solté mi último aliento al tocar la pared. Estaba desesperado, me volteé y ahí sucedió lo más grande; en el marcador estaba mi nombre y era campeón olímpico”, dijo.
El marte 22 de octubre de 1968, contra todos los pronósticos, el mexicano Felipe Muñoz ganó la final olímpica de 200 pecho con 2:28.7 minutos, seguido del ruso Vladimir Kosinsky con 2:29.2 y el estadounidense Brian Job, con 2:29.9.
Aquel día entendió que los milagros existen pero solo favorecen a los que más trabajan.
“En las sesiones fuertes uno salía de la piscina al borde del desmayo y con dolores en todo el cuerpo después de las repeticiones de velocidad, pero esas eran las que valían la pena para crecer”, contó ceremonioso como si revelara las claves de lo que fue en sus años mozos: un lobo cazador entrenado para capturar liebres.