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Roy Harley, uno de los sobrevivientes del ‘milagro de Los Andes’, habla de su vida

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En octubre de 1972, Roy Harley tenía 20 años y un sueño recurrente. Cada noche, cuando cerraba los ojos, veía cómo extendía su brazo y su mano intentaba, lentamente, alcanzar un grifo. Apenas sus dedos rozaban la llave, brotaba un chorro de agua; era fresca, limpia e inagotable.

Esa imagen recién se haría realidad para él dos meses más tarde, el 23 de diciembre de ese año, cuando el personal del Servicio Aéreo de Rescate chileno lo subió a un helicóptero y lo sacó del abismo de nieve en el que había quedado atrapado 73 días antes, cuando el avión que lo llevaba junto a sus amigos del equipo de rugby estudiantil Old Christians, de Uruguay, se desplomó en la cordillera de Los Andes, por la combinación fatídica del mal tiempo y un error del piloto.

El accidente —que tuvo en vilo al mundo y se convirtió después en fuente de libros y de la adaptación cinematográfica Alive (1993), dirigida por Frank Marshall— cambió para siempre el destino de Harley y todos los involucrados. De las 45 personas que la nave transportaba, 13 fallecieron de inmediato cuando el fuselaje se partió al medio en el punto de la caída, otros cuatro agonizaron toda la noche y murieron a la mañana siguiente, y una docena más perdería la vida lentamente en las semanas que sobrevinieron; por el agravamiento de las heridas, por congelamiento o por desesperación.

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Pero ese viernes 13 de octubre, cuando Roy Harley se subió por primera vez en su vida a un avión —un Fairchild Hiller FH-227 de la Fuerza Aérea Uruguaya— la muerte no existía. Los planes eran bastante más livianos: participar de una exhibición de rugby en Chile, divertirse un fin de semana con sus amigos, tomar buen pisco, conocer chicas. “Éramos muy jóvenes. ¿Cómo se puede pensar en el final a esa edad? Ahora entiendo que existe. Tengo 67 años; sé que en algún momento esto se va a acabar”, reflexiona Harley. “Pero no me levanto pensando que voy a morir. La muerte no es un motor para mí; la vida sí”.

Es una mañana fresca y Harley —que después del accidente se graduó como ingeniero industrial y forjó una larga carrera en compañías internacionales— acaba de dar una charla en Buenos Aires, para profesionales y ejecutivos. “Todas las experiencias nutren a las personas, nos hacen ser quienes somos”, le dijo a un auditorio absorto en su relato de supervivencia. “La actitud no depende del contexto, pero siempre condiciona el resultado que obtenemos”.

Ahora, después del aplauso de cierre y los saludos de rigor, lo único que realmente quiere este hombre elegante, cuyo cuerpo esbelto sigue mostrando su amor por el deporte, es un mate; esa infusión clásica del Cono Sur, que se consume con particular énfasis en Uruguay y Argentina, y que a menudo es compartida, como un ritual, entre familiares o amigos. Pero no luce cansado, incluso cuando su conferencia incluye el relato pormenorizado y conmovedor de la catástrofe. “Para mí no es problemático narrar esto. Me gusta contar esta historia, relatarla para otros y también hablar de ella con mis compañeros”, asegura, cuando se le pregunta cómo es posible revivir en palabras, una y otra vez, el hecho más determinante en su vida. “Cuando nos reunimos los sobrevivientes, volvemos siempre sobre el tema. No lo vemos como una desgracia. Yo lo siento como un hecho impresionante, del cual fui y soy partícipe”.

La ‘Sociedad de la Nieve’; así eligieron llamarse. Atrapados en las montañas heladas, sin agua, sin alimentos, a más de 13.000 pies de altura y con temperaturas de hasta -25º F, después de la primera noche fatal en los Andes —unas horas de oscuridad y aullidos desgarradores que Harley evoca como “el infierno”—, los que habían resistido el accidente rápidamente comprendieron que debían organizarse para sobrevivir.

“Los estudiantes de medicina comenzaron a atender a los heridos. Los que tenían el mejor estado físico intentaban liberar a quienes habían quedado atrapados entre los asientos y recuperar los equipajes diseminados después del rompimiento del avión”, recuerda. Un día, alguien encontró una pequeña radio portátil. Harley ya había comenzado sus clases de ingeniería. Aunque apenas cursaba el primer año, sabía que con un cable de cobre podía aumentar la recepción de la antena. Así, empezaron a escuchar informativos. “Buscábamos noticias con desesperación. Desde los Andes sintonizábamos una emisora uruguaya y nos enterábamos de cómo avanzaba nuestra búsqueda. Teníamos total certeza de que el rescate era inminente”.

La mañana del 23 de octubre, diez días después de desplomarse desde el cielo, encendieron la radio una vez más. “Hoy se suspende toda búsqueda del avión uruguayo caído en la cordillera”, escucharon decir a una voz solemne, y después sólo silencio. En la Sociedad de la Nieve sobrevino la disputa y la desesperación. Uruguay, el mundo y sus propias familias los daban por perdidos. No existían más. Pero a Harley, una idea en particular lo desesperaba: “Yo pensaba que mis padres estaban en casa, llorando a un hijo muerto. Sin embargo yo estaba vivo. Lo único que quería era volver, y decirles a todos que dejaran de llorar”.

Entonces la noticia, en un primer momento desoladora, terminó siendo el mejor impulso. “De la pasividad de esperar que llegara la ayuda de afuera, pasamos a la acción. El grupo cambió totalmente. Sentimos rebeldía; decidimos mostrarle a todos quiénes éramos, y qué éramos capaces de hacer”.

La ‘sociedad’ volvió a organizarse en renovados equipos de trabajo. Algunos se erigieron como líderes naturales, especialmente Roberto Canessa y Nando Parrado, quien había perdido a su madre y su hermana en la tragedia, pero tenía un espíritu ardoroso. Divididos en grupos limpiaron el avión, retiraron los cuerpos del fuselaje e hicieron más espacio para los lastimados; también quitaron los cueros de los asientos y armaron mantas para cobijarse por las noches. “Era un equipo que trabajaba con una fuerza increíble para sobrevivir. No había lugar para los deprimidos, ya nadie lloraba. La noticia nos había enfocado en un único plan: salir de la montaña. Nos ocupábamos a conciencia de esos roles que habíamos asumido, y los acatábamos. Después comprendí que, cuando uno trabaja con seriedad y convicción, generalmente es respetado por el entorno”.

El cuerpo quebrado del avión había tomado tierra en el lado argentino de los Andes, cerca de lo que hoy se conoce como El Sosneado, un distrito en la provincia de Mendoza. Era un paraje de hielos eternos; sin animales, sin hojas, sin raíces, sin siquiera líquenes. Sólo habitado por la inmensidad de la nieve. En ese momento, los supervivientes eran 27, y en la despensa improvisada dentro del fuselaje tenían una barra de chocolate, dos turrones y dos frascos pequeños de mermelada, que a diario abrían para tomar una ración delgada, con una navaja.

Cuando esas provisiones se agotaron, pasaron a las suelas de zapatos, la pasta dental y los cigarrillos que habían recuperado entre los equipajes. Pero la inanición era evidente y el dolor en los músculos, adheridos a los huesos, se volvía insoportable.

Fue la debilidad extrema (Harley adelgazó de 190 a 83 libras) lo que los llevó a tomar la decisión más sombría de todo el periplo: “Usar los cuerpos de nuestros compañeros para poder sobrevivir”, dice Harley, con mesura. “Esa medida tremenda sólo fue posible para nosotros porque estábamos en las últimas; nos estábamos muriendo, habíamos descendido a lo más primitivo del ser humano. Lo único que podíamos hacer para subsistir era eso”. Una vez más, la tarea recayó en los jóvenes estudiantes de medicina, que con los escasos medios disponibles -vidrios, una navaja desafilada- cortaron y extrajeron la carne que los mantuvo con vida.

Cada noche, cuando el sol bajaba y el frío se hacía insoportable, el grupo entraba al avión, rezaba y se contaban uno a otro historias cotidianas, especialmente de sus familias. “Hablar de cosas lindas era una de las pocas cosas que nos ayudaba”, reconoce. Sólo así, invocando el calor del hogar, se quedaban dormidos. Harley se cubría la cara con una camiseta de algodón, para que la nieve que volaba por los fuertes vientos no lo empapara.
El 29 de octubre, mientras todos dormían, hubo un alud. Esa noche murieron dos de sus mejores amigos, Gustavo Nicolich y Diego Storm, entre otros cuantos. Después de esa nueva fatalidad, dijeron basta. Si se quedaban allí, la nieve iba a devorarlos. Debían salir de algún modo, pedir ayuda.

Sesenta y nueve días después del accidente, luego de un peregrinaje increíble, a pie y a tientas por la inmensidad de los Andes, Parrado y Canessa divisaron en la orilla de un río al arriero Sergio Catalán.

Horas más tarde, quienes permanecían en la montaña, refugiados en el esquelético fuselaje, escucharon la noticia por radio: dos de los pasajeros del avión perdido habían aparecido del lado chileno del macizo. Finalmente, se habían salvado.

Lo primero que hizo Roy Harley cuando regresó a su casa en Uruguay —luego de casi un mes de hospitalización en la capital chilena, en estado crítico e incapaz de digerir alimentos— fue comer queso. “Lo guardaba debajo de la cama”, recuerda, “para que mis hermanos no me lo quitaran”. Volver significó también dormir sobre unas sábanas limpias, bañarse. “Era tocar el cielo con las manos”.

Después del accidente, Harley no vio a un psicólogo. Comenzó a ganar fuerzas de a poco (el primer mes subió dos libras por día), retomó la universidad, se puso de novio con Cecilia Surraco, quien es su esposa hasta hoy, y no volvió a subir a un avión hasta 1975. Volar, reconoce, le da pánico; pero lo afronta: “Mi viaje de bodas, todos los trabajos que tuve me lo exigían. Y yo adoro salir, hacer cosas, estar en movimiento. La vida hay que vivirla a fondo, porque es demasiado linda”.

En los últimos años, después de una carrera exitosa en multinacionales, Harley -al igual que otros de los sobrevivientes- comenzó a dar conferencias motivacionales, a contar su historia. Ahora, los Andes son una metáfora. Todos, asegura, tenemos ‘cordilleras’ propias. “Lo que yo pasé terminó a los 73 días. Después de eso, la vida me abrió los brazos; fue generosa conmigo. Pero hay gente que tiene grandes pesares, dolores prolongados, situaciones extenuantes. Allí hay que transmitir energía y liderar, porque es la actitud lo que hace la diferencia”.

Algunas de las charlas que más disfruta suceden en cárceles. “Esos momentos son impresionantes. La gente que está detenida entiende de ‘cordilleras’, y lo que intento transmitirles es que ellos también pueden salir. Tienen juventud, tienen salud. Está en nosotros cambiar las cosas que no nos gustan”. Sus otras conversaciones preferidas son privadas y ocurren ante una audiencia menuda -en todo sentido-: sus cinco nietos, unos pequeños fanáticos de la epopeya de los Andes, que tienen a su héroe favorito al alcance de la mano. A ellos les dedicó la antorcha que portó, como representante de Uruguay en los Juegos Olímpicos de 2016, por las calles de Río de Janeiro.

Después de todo, del horror y la redención, Roy Harley asegura que la felicidad reside en agradecer. “Ser feliz es saber disfrutar de lo que uno tiene. Ser feliz es tener amigos. Las cosas importantes de la vida son el abrazo con un ser querido, mirar a los ojos, ayudar a alguien”.

En los días más fríos del año, los músculos de sus piernas pierden sensibilidad; un legado de las quemaduras sufridas en el accidente, por el derrame de combustible. A veces, reconoce, todo es una película, una secuencia que él ve desde afuera. “Cada vez que narro la historia, yo mismo me impacto. ¿Fui uno de los que estuvo allí, o fue algo que le ocurrió a otra persona?”, se pregunta.

Pero después llega la noche y, cuando cierra los ojos, Harley siente los olores de la cordillera. Entonces huele a frío puro, a nieve; huele a inmensidad. Y ahí mismo, en el perfume, está su respuesta.

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