SAN MIGUEL DE ALLENDE, Mexico — Si alguna vez hubo un pueblo que vivía de su buen aspecto, San Miguel de Allende lo es. Y si acaso existen los viajeros estadounidenses obsesionados con las bellas imágenes, este es el momento.
Entonces, cuando me presenté aquí en las montañas, a unas 170 millas al noroeste de la Ciudad de México, me asigné una misión que coincidía con la hora y el sitio. En lugar de sólo mirar las estructuras coloniales y las calles adoquinadas que han preparado a San Miguel para Instagram desde el siglo XVIII, reclutaría expertos locales para ayudarme a tomar mejores fotos.
En el camino, vería cómo la ciudad se está recuperando en medio de una explosión de nuevos hoteles y restaurantes en los últimos años. ¿En qué punto una ciudad somnolienta e íntima se convierte en un escenario? ¿Es demasiado tarde para hacer la pregunta, dado que los lectores de Travel & Leisure votaron a San Miguel como su ciudad favorita en el mundo en 2017 y 2018?
Llegué en septiembre con una DSLR, cámara réflex digital de lente única (Nikon D7500), una GoPro, un teléfono inteligente y una cita con Javier Barras, quien ha estado filmando comercialmente y enseñando fotografía en San Miguel durante varios años. En poco tiempo, me encontraba jadeando.
¿Demasiada belleza? ¿Demasiado cambio? ¿Demasiados problemas para hacer malabares con la velocidad de obturación, F-stop y la configuración ISO? Quizá los tres. Por otra parte, San Miguel está a unos 6.100 pies sobre el nivel del mar. Caminas cuesta arriba, y te agitas.
Debajo del flamenco rosado
No te puedes perder La Parroquia de San Miguel Arcángel. Se localiza frente a El Jardín, la plaza principal de la ciudad, es de color rosa y puntiaguda, como un flamenco doblado para una siesta.
En mi primera mañana en la ciudad, conocí a Barras en Starbucks (sí, hay uno justo al lado de El Jardín). Compartió varias ideas sobre lo que hace que una fotografía impacte, incluida la “regla de los tercios” (mantener el sujeto ligeramente descentrado) y los detalles pictóricos que puedes cosechar si disparas en modo RAW sin comprimir (lo que resulta en imágenes de mayor calidad) en lugar del formato JPG estándar. Era firme en cuestiones técnicas, pero cuando le pregunté sobre selfies y redes sociales, se relajó, más o menos.
“Creo que Instagram, Facebook y compartir fotos es fabuloso”, me dijo Barras. “Hay un volumen increíble de fotografías horribles con las que la gente se divierte, y creo que es genial que lo hagan”.
Quizá porque se encuentra en las montañas, a más de 300 millas de la playa más cercana y a más de una hora del aeropuerto internacional más cercano, San Miguel (una población de aproximadamente 170.000) siempre ha atraído a una multitud más apacible y artística que la costa más deportiva y los resorts fiesteros. Se comercia con su tranquilidad como lo hace Cabo San Lucas en sus bares ruidosos y pesca deportiva.
A pesar de que el crimen violento alcanza niveles históricos en México y ha aumentado en el estado circundante de Guanajuato, San Miguel ha generado restaurantes, galerías y hoteles cada vez más sofisticados. Las filmaciones, las bodas y la gentrificación abundan, y los expatriados generan sentimientos conflictivos sobre vivir en una burbuja.
En muchos sentidos, “se está convirtiendo en una víctima de su propio éxito”, me dijo el dueño de la galería, Ted Davis.
“Al igual que Venecia, invadida por extranjeros durante todo el año, el alma de la ciudad ha sido drenada en gran medida por el turismo”, escribió el crítico de restaurantes John Mariani en un artículo de 2018 para Forbes.
¿De Verdad? Se veía bastante bien a través de mis lentes fotográficos.
Cuando Barras me condujo a través de El Jardín con la cámara en la mano, me recordó acercarme lo más posible a mis objetivos y usar un trípode siempre que fuera posible.
Bien, dije. Por la estabilidad, en parte, indicó. Pero lo mejor de cargar un trípode es que te obliga a reducir la velocidad. Esa, aseguró, es la forma de hacer una imagen lo suficientemente fuerte como para ralentizar a un espectador casual.
“Si alguien mira tu foto por más de tres segundos”, dijo Barras, “has acertado”.
Dentro de La Parroquia probamos tomas del intrincado techo neogótico. Afuera, nos arrastramos a la sombra de la fachada y las torres soñadas en la década de 1880 por Zeferino Gutiérrez, el cantero indígena convertido en arquitecto.
A los guías turísticos les gusta decir que Gutiérrez se inspiró en las postales europeas y dibujó su diseño en la arena con un palo. La designación de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO de la ciudad, aprobada en 2008, no abarca esos detalles. Pero no puedes entrenar un lente en ese edificio sin pensar en el viejo mundo y en este nuevo.
Durante los siguientes tres días, rodeé la ciudad a pie con mi Nikon, persiguiendo nuevos ángulos. Antes de partir, quería una foto destacada de la Parroquia, una de las calles laterales y un retrato.
Entre esas tomas, busqué detalles amigables para Instagram que pudiera captar con mi iPhone: composiciones simples y audaces que llamarían la atención de un extraño incluso si se reducen a 2 por 3 pulgadas.
En una pequeña bolsa, llevé mi GoPro, cuya lente gran angular captura escenas más amplias que las otras lentes y es resistente al agua. (En el video que acompaña esta historia, puedes ver lo que sucedió cuando puse la GoPro en un charco junto a El Jardín y en la esquina de una intersección concurrida).
Después de 30 años de observación como reportero y fotógrafo aficionado, sé que los profesionales se despiertan temprano, estudian tecnología y llevan equipo pesado. Se acuestan en el barro si una mejor imagen puede salir de ahí. Se alejan de la luz fea. Esperan horas para que un peatón o una nube llenen el marco de esa manera. Y cuando hay peligro, los reporteros gráficos corren hacia él.
Excepto por la parte de peligro, intenté trabajar de esa manera. Y descubrí una gran ventaja: durante esos períodos de luz dura y fea del mediodía, tuve tiempo de comer como la realeza.
Un almuerzo de tres platillos en el Café Casa Blanca, una cena de seis en Nomada Cocina, una mazorca de maíz salada en el mercado de Ignacio Ramírez y el gazpacho del Restaurante 1826 del Hotel Rosewood. Medio amarillo y medio naranja, parecía un Mark Rothko en un tazón. Una gema para Instagram.
Cuando se trata de comida, sólo tengo admiración por el emergente San Miguel.
Lo que me hizo sofocar
Los colonizadores españoles comenzaron a construir la ciudad en la década de 1550. A fines del siglo XVIII, habían construido más de 60 cuadras en la localidad.
A principios del siglo XIX, la ciudad estaba desempeñando un papel crucial en la ruptura de México con España: el Boston de México, lo llaman algunas personas ahora.
A fines de la década de 1940, decenas de estadounidenses se presentaban para estudiar en la Escuela de Bellas Artes, ahora conocida como Centro Cultural Ignacio Ramírez “El Nigromonte” y más tarde el Instituto Allende.
Nadie está seguro de cuántos estadounidenses y canadienses llaman hogar a la ciudad, pero InternationalLiving.com estima que representan el 10% de la población. Se escucha mucho inglés en la calle.
Y cuando los recién llegados dan sus primeros pasos en la ciudad, casi todos los fotógrafos y pintores entre ellos piensan: ¡Estas puertas!
Hay carteles de puertas, huellas de puertas, hay hashtags, hay un libro, que ahora tiene 25 años.
Y existe la exasperación que sobrepasa el rostro del fotógrafo, maestro y galerista Jo Brenzo cuando surge este tema.
“¡Puertas de San Miguel! ¡Por favor!”, me dijo un día Brenzo, quien abrió la Galería Fotográfica en 1998, imparte clases, organiza viajes y una reunión de fotos el sábado por la mañana; pide a los visitantes que miren más allá de lo obvio.
“Mi tiempo favorito aquí es el de San Miguel. Menos turistas, más locales”, dijo Brenzo.
Esa fiesta se conoce formalmente como Fiestas de San Miguel Arcángel, más casualmente como la Alborada, que se celebra cada año el primer fin de semana después del 29 de septiembre. No atrae a tantos forasteros como la semana de Pascua o el Día de los Muertos pero incluye procesiones, fuegos artificiales, muñecas explosivas, música y un grupo de mojigangas, o títeres gigantes de papel maché usados por los lugareños.
No tenía festival con el que trabajar. Pero sí deambulaba por las calles laterales, vigilaba la calle Aldama (que algunas personas llaman la calle más bonita de la ciudad) y navegaba en Fábrica la Aurora, una vasta y antigua fábrica textil que alberga docenas de galerías y estudios.
En Colonia Guadalupe, que se gentrifica rápidamente, me uní a un recorrido mural dirigido por Colleen Sorenson, quien desde 2012 ha sido pionera en alentar el arte callejero fuera del núcleo histórico de la ciudad.
Más de una vez en todo este caminar y hablar, escuché a los lugareños quejarse de que el tráfico es peor y que el crimen no es tan raro como solía ser. (Las estadísticas del estado de Guanajuato respaldan esto).
Aún así, como un hombre con habilidades moderadas en español que caminaba solo después del anochecer (pero no después de las 10 p.m.), nunca me preocupé. El Departamento de Estado de EE.UU, que clasifica los destinos en una escala de 1 a 4 (de la más segura a la más peligrosa) le da al estado de Guanajuato un 2.
Me encantó la ausencia de semáforos y la gran cantidad de personas que dicen: “Buenos días”.