Es triste, pero el presidente Trump odia la ciencia
Al igual que muchas niñas que crecieron a finales de la década de 1960, me intimidaban las matemáticas y la ciencia durante mis años escolares y en la universidad, donde evité los laboratorios de biología y química siempre que me fuera posible. Pero ocurrió algo que me convirtió en una fanática tardía de la ciencia: a los 57 años, tuve cáncer.
Como mencioné anteriormente en Los Angeles Times, me sometí al régimen de atención médica estándar para mi afección (cirugía, quimio y radiación), pero el cáncer hizo metástasis de todos modos y me dieron “cerca de un año” de vida.
Luego, en julio de 2015, me convertí en un proyecto de ciencia humana, participante en ensayos clínicos en UC San Francisco, uno de los centros de investigación oncológicos más importantes del mundo.
Hoy, he superado con creces mi ‘fecha de vencimiento’, al igual que muchos de los otros pacientes con cáncer en etapa 4, gracias a los avances en inmunoterapia y los tratamientos de vanguardia creados gracias a investigadores tenaces, las vidas de muchos ratones y el trabajo de la ciencia médica, basado en la evidencia y comprobado.
Todo esto es para explicar mi alarma, cada vez mayor, ante el nivel de desprecio que los hallazgos de la ciencia genera, ahora en el ámbito de la política pública. Desde 2017, el presidente Trump y los miembros de su gabinete no han disminuido su desdén por las verdades científicas, definiéndolas de manera incorrecta, como opiniones de naturaleza partidista y prescindibles.
“El Estado de la Ciencia en la era de Trump”, publicado recientemente por la Union of Concerned Scientists, lo dice todo. “La actual administración está debilitando radicalmente los procesos que guían al uso de la ciencia en la formulación de políticas”, afirma.
El informe continúa con detalles sobre cómo los científicos de EE.UU. están siendo excluidos de la toma de decisiones, eliminados de los comités asesores en agencias como la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional (OSHA), la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) y la Agencia de Protección Ambiental (EPA); obstaculizados en la recopilación de datos y, en general, tratados con hostilidad por los líderes gubernamentales.
En los presupuestos proyectados por Trump, solicitó profundos recortes en los programas e investigaciones de ciencia, tecnología y salud, especialmente en los Institutos Nacionales de la Salud y la EPA. Sin embargo, los aficionados a la ciencia en el Congreso lograron imponerse.
El cambio climático ofrece el mejor ejemplo del enfoque desdeñoso del mandatario a los datos empíricos y la experiencia científica. Trump considera la amenaza del calentamiento global creado por el hombre como algo en lo que uno puede creer o no, como con el Conejo de Pascua.
En noviembre, se publicó una alarmante serie de informes científicos sobre la crisis climática, que incluye la “Cuarta Evaluación Nacional del Clima”, de dos volúmenes, en la que cientos de científicos de 13 agencias estadounidenses predijeron una devastación general en un futuro próximo, causada por el cambio climático.
Un mes antes, el Panel Intergubernamental de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático pintó una imagen global igualmente temible de las consecuencias del calentamiento global. Su evaluación se conoce como el informe “Doomsday” (o Del fin del mundo), un nombre que habla por sí mismo. Cuando se le presentaron estos hallazgos, la respuesta de Trump fue: “No creo en ello”.
Solicitar la retirada de EE.UU. del Acuerdo Climático de París, en 2017, fue apenas el primer paso. El 20 de febrero, la administración Trump redobló su obstinación al anunciar la convocatoria de un panel “selecto” de la Casa Blanca sobre el clima, que claramente buscará socavar la abrumadora evidencia científica de que el planeta y sus residentes están en serios problemas. El físico de Princeton William Happer, un negador del cambio climático, encabezará el equipo.
El recordado gran neurólogo Oliver Sacks resume nuestra situación en un ensayo reciente publicado de forma póstuma, en el New Yorker: “Respeto la buena escritura, el arte y la música, pero me parece que sólo la ciencia, con la ayuda de la decencia humana, el sentido común, la visión de futuro y la preocupación por los menos afortunados y los pobres, ofrece al mundo alguna esperanza”.
Como un experimento de ciencia viviente durante estos últimos años, me considero muy afortunada de ser un estándarte en esta realidad.
A partir de diciembre, gracias a la inmunoterapia y los tratamientos basados en genes, se me considera oficialmente en remisión y “libre de cáncer”, aunque paradójicamente tengo un pronóstico de cáncer metastásico. Mi testimonio, mi vida, pueden servir como un recordatorio del contraste entre el enfoque basado en la evidencia y la resolución de problemas que puede algún día cambiar los resultados para otros millones de pacientes oncológicos, y la postura anticiencia y cargada de arrogancia evidente en los pasillos del poder en este país.
En octubre, un par de científicos talentosos, James Allison y Tasuku Honjo, ganaron el Premio Nobel por su trabajo en inmunoterapia. Al día siguiente de que lo anunciaron, busqué las direcciones de sus correos electrónicos y les envié a los dos una felicitación con el título “Gracias por salvar mi vida”. Recibí mensajes encantadores de ambos. Me emocioné cuando Allison respondió en unas horas: “Querida Melinda, gracias. Su mensaje vale más que cualquier premio”.
Brillantes, modestos, perseverantes, dedicados a usar la razón, los datos comprobables y el método científico para abordar sistemáticamente problemas aparentemente imposibles. Imaginemos cómo sería, en este momento de la historia, ver que hombres y mujeres con estas cualidades son fortalecidos por la Casa Blanca, en lugar de ignorarlos y deshonrarlos. Como Sacks nos recuerda, sólo la ciencia nos ofrece una esperanza real.
Melinda Welsh reside en Sacramento.
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