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EL CAMIONERO

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EL CAMIONERO
Enrique recibe su paga de 120 pesos. Gasta unos pocos pesos en un cepillo de dientes.

Toma una combi, la cual pasa sin problemas por el puesto de control. Enrique paga 83 pesos para tomar un autobús a Matehuala. Afuera de la estación de autobuses, ve a un hombre de aspecto bondadoso.

“¿Me puede ayudar?” pregunta Enrique.

El hombre le da un lugar para dormir. Enrique camina a la mañana siguiente hasta una parada de camiones de carga. “No tengo dinero”, le dice a cada chofer que ve. “¿Me puede llevar lo más al norte que vaya?”

Uno tras otro le reponden que no. Si aceptaran, la policía podría acusarlos de contrabandear. Los conductores dicen que ya tienen bastantes preocupaciones con los agentes que colocan drogas en sus camiones y luego exigen sobornos. Lo que es más, algunos de los camioneros temen que los migrantes los asalten.

Finalmente, a las 10 a.m., da con un chofer de camión que está dispuesto.

Enrique sube a la cabina de un vehículo de cinco ejes que transporta cerveza.

“¿De dónde eres?” pregunta el chofer.

De Honduras.

“¿A dónde vas?” El conductor ya ha visto a otros muchachos como Enrique. “¿Está tu mamá o tu papá en Estados Unidos?”

Enrique le cuenta de su madre.

“Puesto de Control a 100 Metros”, reza un cartel en Los Pocitos. El camión espera en fila. Luego avanza muy lentamente. Los agentes de la policía judicial le preguntan al conductor qué lleva. Le piden documentos. Miran a Enrique con curiosidad.

El conductor tiene una respuesta lista: es su asistente.

Pero los agentes no le preguntan.

Un poco más adelante, los soldados revisan cada vehículo en busca de drogas y armas. Dos reclutas sin experiencia les indican que sigan. Ajeno al parloteo de la radio del camión, Enrique se queda dormido. El chofer pasa otros dos puestos de control. Ya cerca del Río Grande, se detiene a comer. Le compra a Enrique un plato de huevos, frijoles refritos y un refresco--otro obsequio.

Para Enrique, viajar en camión es como un sueño.

Al acercarse 16 millas antes de la frontera, ve un letrero: “Reduzca la Velocidad. Aduana de Nuevo Laredo”.

No te preocupes, le asegura el camionero, la migra sólo registra los autobuses.

Otro letrero anuncia: “Bienvenidos a Nuevo Laredo”.

Enrique se baja del camión. Con los 30 pesos que le quedan, toma un autobús que recorre el sinuoso camino hasta la ciudad.

Otra vez lo acompaña la fortuna. En la Plaza Hidalgo, en el corazón de Nuevo Laredo, Enrique ve a un hondureño que había conocido en un tren. El hombre lo lleva a un campamento a orillas del Río Grande. A Enrique le gusta el campamento. Decide quedarse hasta que pueda cruzar.

Al atardecer de ese día, Enrique fija la mirada más allá del Río Grande y contempla Estados Unidos. El territorio al otro lado del río se cierne como un misterio.

Su madre vive allá, en alguna parte. Ella también se ha convertido en un misterio. Era tan pequeño cuando ella se fue que casi no recuerda su rostro: cabello rizado, ojos color chocolate. Su voz es un sonido lejano en el teléfono.

Enrique ha pasado 47 días empeñado sólo en sobrevivir. Ahora, al pensar en ella, le sobrecoge la emoción.

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