Con ganas de hablar sobre el tema
La pequeña escuela en Sur Los Ángeles es el final del camino, reservada para aquéllos que fallado en el resto del sistema escolar. Los casos menores fueron porque los habían expulsado de su última escuela. Los mayores son porque están en libertad bajo caución —ex convictos, aunque algunos de ellos nunca se han rasurado.
A comienzos de este año, empezaron a recibir una visita inusual. Stan Bosch era sacerdote católico, que anda en una motocicleta y tiene un cabello desaliñado, que jugó futbol americano y que tiene los hombros anchos y las rodillas tronadas para probarlo.
Bosch les dijo que nunca los juzgaría —y como muchos otros antes que él, mantuvo su palabra. Pareció que ellos podían hablar de cualquier cosa con él, y así lo hicieron. Hablaron de fumar marihuana, de emborracharse con sus mamás, de ser abandonados por varios días. Uno confesó una serie de robos, dijo que se sentía mal por ello pero que tenía que encontrar la forma de llevar un poco de dinero al hogar. Otro dijo que prefería regresar a la cárcel, donde por lo menos están aseguradas una comida y una cama.Todo lo que el sacerdote les pedía es que se abstuvieran de llamarlo “homie” (cuate, amigo). No parecía mucho pedir.
Bosch, miembro de Missionary Servants, un orden cuya misión es de cuidar de los pobres y de los abandonados, ha sido pastor en los alrededores de Compton. Los 11 años que ha pasado ahí le han pesado mucho, a veces, pareciera que todo su ministerio ha sido un tedioso camino de un hospital a otro en medio de la noche, aliviando la pena de los familiares de otro pandillero muerto.”He desarrollado una tristeza interna profunda”, dijo Bosch de 54 años de edad. “Ya no podía hacerlo más”.
Bosch, buscando un comienzo nuevo, aceptó una invitación para mudarse a una rectoría pequeña en la Iglesia Católica St. Michael en la avenida West Manchester, junto a la en Sur Los Ángeles. Ahí había 140 estudiantes, más o menos. Tenían las menores calificaciones en todos los índices académicos, de acuerdo con los administradores de la escuela. Muchos de ellos eran pandilleros. Algunos eran indigentes, algunos alcohólicos. Muchos habían sido criados por ellos mismos, o casi.
“Hay quienes ni siquiera eran queridos”, comentó César Calderón, director de Soledad Enrichment Action, una organización sin fines de lucro que administra la escuela y 18 más en el Condado de Los Ángeles. “Son los peores de los peores”, agregó Calderón con algo de gran afecto.
Bosch volvió a la universidad, esta primavera obtuvo su doctorado en Psicología de la escuela California Graduate Institue of the Chicago School of Professional Psychology, que se encuentra en Westwood.
Ha pasado mucho de su tiempo en sus estudios doctorales investigando los problemas que ha visto. Y se le cruzó una condición llamada alexithymia, que es la incapacidad de entender o enunciar los sentimientos que uno tiene. Bosch sabía que los psicólogos que habían estudiado a jóvenes en el núcleo de Los Ángeles habían encontrado epidemias de estrés y depresión postraumáticas. Esto, siente, era la pieza final de la ecuación: niños que no sólo estaban ensimismados sino también profundamente apenados, convencidos de que sus compañeros no sabrían nada de su dolor.
Bosch decidió comenzar una terapia de grupo en varias escuelas de Soledad Enrichment Action, incluyendo la que esta en la avenida Manchester. Bosch estaba determinado en hacer la diferencia al tan solo preguntar lo más simple: “¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?”
“Nadie les preguntas cosas así”, indicó Bosch. “Ni los papás. Ni los maestros, Nadie”.
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“No tengo personas a mi alrededor”.
- “Sigue”.”Cuando voy a casa, estoy solo. Hago lo que quiero. Para comer. Lavar mi ropa. Lo he hecho desde que tenía 5 años”.”- ¿Cuántos años tienes?”
“17”
Karla Valencia es una de las estudiantes de Bosch. Llegó a la escuela charter después de caer en el abuso del alcohol, adicción a las metanfetaminas y otras drogas cuando estaba en una pandilla local.
Es miércoles y 12 estudiantes están reunidos en el segundo piso. Los administradores de la escuela lo dejaron poner un salón como él lo sintiera pertinente, para que albergara sentimientos confortables. En una escuela austera, donde las paredes están llenas de lockers, la decoración parece incongruente con la misión. Hay alfombras en café claro y roja, flores secas en floreros altos.
“¿Cuál es el propósito de lo que tenemos aquí?”, preguntó Bosch.
“Sacar nuestras cosas”, dijo un voluntario de 17 años llamado Charles. “De tal manera de que no me queme por dentro”.”Hermoso”, replicó Bosch sonriendo.
(A Los Angeles Times se le permitió observar las sesiones con el permiso de cada participante, con la condición de que los mismos no fueran identificados. Karla Valencia es la única participante identificado en este artículo, porque ella pidió, con el consentimiento de su mamá, que su historia fuera hecha pública. Todos los demás nombres son ficticios.)
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Las sesiones de Bosch están firmemente enraizadas en la oscura realidad de Sur Los Ángeles. Sin pretensiones no ofrece que la vida aquí mejorará mágicamente, sólo que la esperanza en sus jóvenes clientes sobrevivirá y, quizás, encuentren solidaridad en el dolor de otras personas.
Cuando intenta recordarles a los estudiantes de que es su obligación llenar un reporte en el caso de que alguien discuta un abuso infantil o hacia una persona mayor en las sesiones, un estudiante dijo: “Así que será un soplón”.
“Un soplón no”, Bosch le dice tajantemente.
“Como no”.
Las sesiones pueden ser deprimentes, por decir lo menos. Bosch se mantiene con victorias mínimas.En una tarde reciente, Bosch le pidió a Marco, un pandillero alto y fornido con una cola de caballo, que hablará ante el grupo. Marco tiene 16 años y es carismático con una personalidad alegre y que ha estado libertad provisional desde los 13 años. Marco había estado muy callado, que no era muy común.
“Detrás de tus juegos, noto mucha sensibilidad”, le dijo Bosch.
“Yo lo llamo enojo”.
Bosch dejó el comentario flotando en el aire, forzando a Marco a hablar otra vez. Lentamente, su historia comenzó a salir. A finales del año pasado, decía Marco, su mamá murió de cáncer. Era, según él, “la única persona perfecta en el mundo”. Marco sostenía la mano de su mamá cuando murió; y no tiene una foto de los dos juntos.
Su vida familiar se volvió un caos desde entonces, su única razón de seguir, dijo, es porque su hermano menor lo sigue y lo ve como un padre.
“¿Quién escucha cómo te sientes?, le preguntó Bosch.
“Nadie”.
“Es mucha carga que llevar”.
“¿Cuál es la razón de vivir? Estoy solo”.
Bosch no se tragó el anzuelo. Debe haber otras formas, Bosch insistió —una forma de honrar a su mamá. De nueva cuenta, permitió que un silencio llenara el salón. El único sonido era el de un avión sobrevolando la zona, rumbo hacia el aeropuerto.”Me gustaría abrir un café”, finalmente dijo Marco.
“¿De verdad?”
“Nada grande”. Sólo café y sándwiches”.
“Dices que la vida no vale la pena, pero hablas del futuro”.
“Así lo creo”
“Hay mucha esperanza dentro de ti”.
“Lo llamaría Pattys. El segundo nombre de mi mamá era Patricia”.
“Eso suena mejor que estar encerrado en la cárcel”.
“Así lo creo”.
“Hablemos de eso”.